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Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las


cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si


le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue».

Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante.

¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart;


desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica!


Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.

Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido sobre un


agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de

blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña,abierto sobre el hombro.


Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu ex marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco.


Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart

le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles.

Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus


ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios

carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo.


¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada.

«Es tan tonta como


linda» decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni «planchar» (1) en los


bailes.
Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie.


¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo.
Y ahora le abre una verja de


barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el

amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban,


corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre

risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente
sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había


sido joven?) como una lluvia desordenada.

«Eres un collar -le decía Luis.-
Eres como un collar de pájaros».


Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne

y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué

se marchó ella un día, de pronto...

Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el


jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una

huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente,


le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja

en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en


tanto crece la llama de las luces artificiales.

El Árbol - María Luisa BombalWhere stories live. Discover now