Antigio - Capítulo II (2)

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II

            Completamente desarreglado y sin saber cómo, me encontraba frente a estas jóvenes mentes universitarias pero no conseguía percibir su brillantez. En los rostros de todas las chicas sólo veía a la joven asesinada. El aula estaba repleta de gente, pero de mi boca no salían más que susurros de pensamientos inquietos que me atormentaron durante las últimas horas. En mis manos barajaba las diapositivas de mis viajes como si se tratasen de falsos recuerdos sacados de una revista cualquiera. Las grandes ventanas permitían entrar los rayos del sol, que dibujaban unas líneas amarillas casi imperceptibles y de distintas tonalidades. Sentado en la mesa, no me atrevía a levantar la cabeza de la vergüenza ajena que sentía… mi cansancio y mi malestar era algo que los estudiantes no se merecían.

            - ¿Se encuentra bien padre?

            Las inocentes palabras de esa joven estudiante me hicieron preguntarme el cómo sería la voz de la víctima. ¿Por qué no? También debería estar aquí, entre nosotros, en el mundo de los vivos pero por desgracia… Quería dejar de pensar. ¿Por qué tanto galimatías para un crimen pasional? La frase en griego… Nada de lo ocurrido tenía sentido.

            Las diapositivas se me caían de las manos y los estudiantes cada vez parecían más preocupados por mi actitud, pero no era capaz de ocultar mis sentimientos. La pena poco a poco se eclipsaba por el odio y no debería ser así; mi obligación era la de perdonar, pero claro, a quien desea ser perdonado ¿pero eso me otorgaba el derecho a odiar?

            - ¡Rápido! Que alguien avise a un profesor.

            Una estudiante se levantó con rapidez y abrió la puerta del aula en  buscar de ayuda cuando de repente se topó con el inspector Alcaráz. Tan sorprendida como yo, se apartó de la puerta y se hizo a un lado.

            - ¡Inspector! ¿Qué hace usted aquí?

            - Buenos días padre, hemos encontrado algo más… Necesitamos su ayuda.

- ¿Cómo dice?

- Venga conmigo y hablaremos por el camino.

- ¿Y los estudiantes?

- Parecen más preocupados por usted que interesados en lo que les está contando y de todas formas ya he hablado con el decano; así que le espero abajo.

- Recojo mis cosas y voy enseguida.

Me agaché a recoger las diapositivas que estaban esparcías por el suelo y las metí apresuradamente en mi maletín. Sin ningún orden, algo bastante extraño en mí ya que siempre me tomaba mi tiempo para hacer las cosas. Con los ánimos reavivados por la curiosidad, me giré hacia los estudiantes y me despedí no sin antes sentir alivio y amargura.

Fuera, frente a la escalera principal del edificio, me esperaba el inspector. Llevaba puesta la misma ropa de anoche. Su arrugado pantalón desvelaba que únicamente se habría tumbado en un sofá seguramente para relajar los músculos mientras su camisa a cuadros disimulaba un poco más el desarreglo. El peinado rápido de su pelo corto daba la impresión de una persona que había estado estrujando su cerebro ininterrumpidamente durante las últimas horas.

Mientras caminábamos por los jardines de la universidad, observaba con disimulo al inspector. Llevaba anillo de casado, pero a mi más bien me parecía un soltero forzado. Caminaba erguido, con la cabeza bien alta; tenía el aspecto de un hombre orgulloso y a la vez distante. Ni me puedo imaginar las cosas que habrá presenciado a lo largo de su vida.

- Tengo el coche aparcado frente al parque. De ahí, nos iremos directamente al depósito de cadáveres donde se encuentra la víctima.

- Dígame inspector ¿Qué es lo que han descubierto?

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