Epílogo

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Mientras el cielo a su diestra se partía a pedazos entre relámpagos, nubes de humo, ceniza y ponzoñosos vapores, Lenanshra sobrevolaba las colinas de Ninei. Concentrada en su conflicto interno, renunció al recio semblante con que siempre se había mostrado y las lágrimas rodaron por sus mejillas partidas. Observó una vez más sin mirar en realidad el desolador paisaje, negando con la cabeza, así como ya lo había hecho incontables veces durante todo el trayecto. Ni ella podía definir aquello que la embargaba por dentro, eso que estaba vaciándole el pecho y en su lugar oprimiéndola en profundo dolor. Coraje, rabia, impotencia y angustiosa pena; se agolpaban por apoderarse de su entereza y buen juicio.

Cabalgando con la briza, llegó a su nariz el azufrado olor del fuego. No hizo otra cosa que estremecerla, sin embargo, con ello volvió en sí y fijó la humedad de sus ojos en el valle que apunto estaba de alcanzar. Reodem la aguardaba a solo unos cuantos estadios. A lo lejos se veía tal y como lo habían dejado aquella mañana, oscuro, silencioso y frío. No obstante el brillo platinado rodeándola, le dio a entender que el ejército enviado antes por Condrid, ya había alcanzado la ciudad.

El recuerdo fugaz de la noche anterior, atravesó su mente indeliberado aunque irónicamente oportuno. Si había enjuagado ya sus ojos con el dorso de su mano, fue en vano, pues las lágrimas volvieron a hacerlos enrojecer y empapar. Sin quererlo el recuerdo tan presente que tenía de Fausto y de Lidias, volvió a aflorar rememorando el momento de mayor dicha desde que les había conocido. Ciertamente la boda había sido un ajetreo apurado, no obstante, no podía negarse a sí misma lo mucho que se había divertido en ella, con ella y en la compañía de quienes se habían convertido en sus compañeros en aquella urgente delegación.

Se llevó la izquierda a un costado, desde dónde pendía el saquito de cuero en el que transportaba la piedra del sello. Le temblaba y al solo contacto con la textura, el punzante y terrible dolor que venía soportando desde que Dragh le había molido las falanges, se acrecentó un millar de veces. Bajó la mirada y se observó los dedos fracturados, hinchados y ennegrecidos: era muy posible que perdiera la mano. Meneó la cabeza, ¿acaso había algo más que perder este día? Su orgullo, la misión, sus compañeros..., su alma. Había fracasado como jamás había hecho en centenar de primaveras que sus ojos vieron pasar. Quizá podría acostumbrarse a seguir viviendo sin poder volver a usar el arco, mas la decepción que adhería a su compendio, sabía jamás olvidaría.

Ya podía ver el brillo de las antorchas entre la oscuridad creciente que asolaba Reodem a esas horas de la noche y con el vertiginoso clima sobrevenido por la erupción del Crisol. Al menos ya había logrado llegar al punto de no retorno, valía la pena quizá como mensajera. Aunque sabía que aún le quedaba un largo camino hasta su destino real. El mismo que le pesaba en el alma, por el que se sentía la más sucia traidora y que, no obstante, muy a su adentro conocía que hacía lo correcto.

«Sabrás perdonarme Lidias de Farthias, la más grande de tu dinastía. No habrás abandonado la vida por un capricho, mientras con la mía defienda tu sacrificio. Pero no estará seguro entre los hombres, un bien mucho mayor le harás a cientos de miles si me permites romper la promesa que te hice de custodiar la piedra en Farthias», Lenanshra clavó la mirada en el anaranjado brillo de las antorchas, allá a trescientos pies bajo el grifo que montaba. Entonces descendió a gran velocidad, cuando sus ojos le advirtieron del apuro y en cierta forma lo oportuna que estaría siendo su llegada en aquel instante.

***

Roman juraba por el nombre de Semptus, que todo cuanto había revelado era cierto. En el cielo mortecino y negro, apareció la inconfundible silueta de un grifo y su jinete surcando la ceniza volcánica y la lluvia acida que hacía poco rato había comenzado a regar el pajizo suelo del alto Reodem. A pesar del caos reinante entre la multitud expectante y el enorme ejército platinado que rodeaba la ciudadela, la voz de Erdeghar resonó con brío:

—¡Salve la reina! —Creyó que se trataría de Lidias—. Ya os lo había dicho yo, ella partió de aquí y ahora regresa.

El líder de la guardia real apenas miró a Erdeghar, se mantuvo expectante igual que el resto en aquella figura distante atravesando los cielos. Todavía mantenía a Roman maniatado y sujeto por dos de sus hombres.

«No es Lidias» advirtió Roman. Mas los miles de pensamientos que se agolparon en su mente, le impidieron expresar palabra alguna. En cambio, alzó la vista buscando los ojos de la elfo quien descendía ya a una altura discernible. Ella lo buscó por sobre el resto de armaduras platinadas y el mar de cascos sin expresión.

Nadie se movió un ápice de su posición. El grifo aterrizó levantando polvo y algo de ceniza acumulada en el suelo, las miradas expectantes escudriñaban sobre la figura de Lenansrha quien dando un extenuado salto descendió del lomo del animal y se paró frente la multitud reunida.

—"¿Es así como hacen procesión de su rey?" —las palabras salieron de su boca, más tuvieron resonancia en cada mente escuchándola—. Vengo de Theramor, con mensaje para vuestro gobernante y vosotros.

—No te muevas, elfo —escupió Dergo—. ¿Con quién crees que estás tratando?

—Liberad a vuestro rey —zanjó, sin demora y sin dar pie a represalia—. No es la hora más indicada para disputas políticas y laceraros entre vosotros. No esta noche y justo ahora, cuando cientos de vuestros hermanos ya han perdido la vida por salvaguardar la vuestra y la de muchos.

El mutismo general se debía al esfuerzo con el que la elfo intentaba mostrarles a cada uno de los presentes, sus propios recuerdos de lo ocurrido. Nadie se atrevió a moverse, nadie podía en realidad hacerlo, todo fue muy confuso en un principio. Nada más al alcanzar contacto visual con sus ojos hechos dos llamas blanquecinas, las escenas se proyectaban vivas en la mente de cada quien. Así pues, intentó la elfo evadir a Roman y prescindir con ello de la pena profunda que experimentaría ella misma al tocar su alma.

Imposible lograrlo, sintió quebrársele el pecho al instante de mirar al paladín. La conexión entre sus recuerdos y los sentimientos destrozados de éste con ellos, la hizo tambalear. Detuvo la acción que ejecutaba y sus ojos volvieron a recuperar su iris esmeralda.

—No pude —expresó mientras se llevaba una mano a la frente—. Siento tu dolor, Roman Tres Abetos, hijo de Farthias y legítimo rey.

—Dime que lo que vi no es cierto, Lenanshra. —Roman se revolvió en su posición, mientras las manos firmes de ambos soldados que le agarraban de pronto dejaban de sostenerlo—. Dime que ha vuelto contigo, Lenansrha. Dime que no la dejaste allí.

La elfo reculó dos pasos, negó parsimoniosamente con la cabeza y dos nuevas lágrimas se deslizaron desde sus ojos a la comisura de sus labios. Disolvió el nudo de su garganta apretando la boca y lloró con desconsuelo al tiempo que se dejaba caer sobre las rodillas, sin dar tiempo a que tres de los hombres de la guardia salieran a sostenerla.

—Libérenle —tronó la voz de Dergo, generalísimo de los capa plateada—, liberad al rey. ¡Que me aspen todos los dioses!

Sin hacerse esperar un segundo más, las amarras en los brazos y piernas del paladín Roman, fueron cortadas. Luego las miradas atónitas, confusas y temerosas de todos los hombres reunidos, recayeron en él.

—Salve su majestad. — Dergo se apuró en inclinarse ante él y así le imitaron los hombres de la guardia—. Mis perdones y condolencia. Yo..., solo hacía lo que me fue encomendado.

Roman no había escuchado una sola palabra, no había visto más desde lo que por medio de Lenansrha le fue revelado. Inclinó la cabeza casi de forma autómata, miró a Dergo y luego en derredor a todo el pelotón de capas plateada. Guardó un intrigante silencio. Su cuerpo temblaba, su respiración era agitada y sus puños amenazaban con partirse a sí mismos.

—Levántate —dijo de pronto, refiriéndose al generalísimo—, alista a tus hombres que marchamos ahora mismo.

De oscuridad y fuego -La hija del Norte-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora