2. Odín

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Calipso abrió los ojos cuando sintió unos dedos cálidos tocarle el pecho

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Calipso abrió los ojos cuando sintió unos dedos cálidos tocarle el pecho. Ahogó un grito en una mano que no era suya y que, sin dudas, pertenecía al mismo dueño de esos dedos. Con una expresión horrorizada, se fijó en el hombre sobre ella, inclinado sobre la cama y envuelto en la perpetua oscuridad.

—No diga nada, señorita —dijo él y Calipso supo que era joven. No más de veinticinco años—. O le cortaré la garganta. Lo que, irónicamente, me facilitaría la tarea.

El tipo llevó la mano a la fina cadena que se desparramaba por encima de su clavícula. Estaba claro que lo quería era el collar, pero ella temía que quisiera algo más. ¡Bendita diosa era, que no podía defenderse de un ladrón!

Él tomó la cadena con los dedos y la rompió con cuidado de no lastimarle el cuello. Así de caballeroso era, encima.

—Ahora, preciosa —murmuró—. Quédese quieta y callada y le aseguro que nadie saldrá herido. Soy un guerrero temerario —rió—, por lo que podría matar varios guardias antes de que me atraparan.

Calipso lo miró absorta. Él se daba el lujo de bromear y sin dudas no estaba preocupado por ella, por quién era, en absoluto. Debería temerle con desesperación, pero la risa en su tono evidenciaba que ni los guardias le asustaban. Con quién estaba lidiando, no tenía ni la menor idea.

—Así es, señorita. Calmada y a todos nos irá bien. No necesitaré matar a nadie, ¿verdad? —siguió el ladrón y ella se dijo que, quizás, ni siquiera sabía con quién trataba. Después de todo, Calipso era una diosa de vida —amable durante la mayor parte del tiempo—, pero también era una diosa tormentosa que podía desatar su furia en segundos. Tan ciclotímica como el mismo mar.

—No —susurró, entre sus dedos. En verdad no quería nada que amenazara a sus sirvientes y menos por un tonto collar como ese. Para ella no tenía demasiado valor. Era tan solo un zafiro, uno de varios que poseía.

—Muy bien. —Él quitó su mano y se alejó dos pasos de ella—. Ha sido un placer, dama.

—¿Eso es lo único que quiere? —preguntó Calipso, animándose a sentarse en la cama.

—Por el momento, no hay nada aquí que yo busque, en realidad. ¿O sabe usted dónde está La estrella de Agua? —Lo oyó carcajearse otra vez.

—Solo Calipso lo sabe —contestó, mirándolo con preocupación. Esa era una terrible mentira, ni siquiera Calipso sabía dónde estaba la Estrella de Agua. SU Estrella de Agua. Las leyendas eran floridas historias, como las de Acalli, pero había aprendido a no prestarles atención; la de la estrella no era la excepción.

«En lo más profundo del océano ha quedado perdida la joya más imponente de Calipso». La conocía muy bien. Conocía la mayoría de los mitos atados a su nombre y ese era uno de los que más la deberían haber arrastrado al mar siempre. La estrella de agua tenía un infinito valor para los cazadores de tesoros y piratas. Incluso muchos de los cazadores de sirenas las atrapaban solo para que ellas los guiaran a la joya.

Destinos de Agharta 1, CalipsoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora