La luz del faro

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La niña parecía sana y, sin embargo, aquel color...

La comadrona no se lo explicaba. Acostumbrada como estaba a ayudar a nacer a niños de rasgos mediterráneos, oscuros de pelo y de piel, la pequeña le resultaba realmente insólita.

El ama, por su parte, no tenía dudas. Tenía que ser la hija de algún nazi pálido. No tardó en hacer partícipes a los demás de su pensamiento.

Todos supusieron que sería la probabilidad más obvia. Debía de tratarse de una mujer de mala vida que, para huir del castigo que en las ciudades infligían a quien había dormido con el enemigo, habría escapado hacia aquel pueblecito, indemne de los conflictos de la guerra por ser un lugar demasiado pequeño, pobre e inútil para despertar interés. Ni siquiera aparecía en muchos mapas geográficos.

¿Qué debían hacer? ¿Castigarla como a las otras mujeres? No se vieron capaces. Ya había sufrido bastante. Si había corrido hacia una iglesia en busca de ayuda quizás incluso esperaba algún tipo de redención. El párroco solía dar confianza al prójimo y no importaba qué error hubiera cometido esa mujer, ahora era una madre, lo que en el imaginario del párroco la convertía en una figura sagrada.

La comadrona, después de volver a examinar a la pequeña, constató que estaba sana, a pesar de la extraña palidez. La acercó a la madre para que le diera de mamar, pero la mujer se negó, manifestando claramente que no tenía intención alguna de cogerla.

Semejante declaración heló la sangre en las venas a todos los presentes, que la habían ayudado y habían querido creer que podían encontrar un poco de bondad en su corazón.

La comadrona intentó persuadirla, pero la mujer no quiso atender a razones. De todos modos nunca la habría querido y además con ese color... le daba impresión.

—¡Madre desnaturalizada! —murmuró para sí el ama después de asistir a una escena como aquella.

El párroco, mortificado, se puso a rezar frente a la estatua de la Virgen María. Pensando en la pobre pequeña que había sido rechazada por su madre, se le llenaron los ojos de lágrimas.

La comadrona, mucho más práctica, visto que la madre natural se negaba a cogerla en brazos, decidió ocuparse de la niña, esperando que a la mañana siguiente la mujer, una vez calmada de la emoción del parto, se lo repensara.

Cuando la luz del primer sol despertó a los protagonistas de esa noche turbulenta, la mujer ya no estaba. No lograron explicarse cómo hubiera sido capaz de escaparse así, a hurtadillas.

El párroco y el marido de la comadrona la buscaron, pero fue del todo inútil, era como si se hubiera desvanecido.

—¿Qué hacemos? —preguntó el párroco, preocupado.

—Démosela a quien la quiera —propuso la comadrona—. ¡Hay tanta gente que desearía tener un hijo!

—Sí, ¿pero quién querría una niña y, por si fuera poco, así? —intervino el ama.

—¡El matrimonio del faro! Ella lo ha intentado, pero no ha habido nada que hacer y reza cada día para convertirse en madre.

—Son raros y ni siquiera vienen todos los domingos a misa, pero en el fondo son buenas personas, ¡no se merecen una desgracia así! —dijo el ama señalando a la recién nacida.

—Deja que sean ellos quienes lo decidan —insistió la comadrona.

—¡Es una hija de Dios, no una desgracia! —la reprendió el párroco.

—Sí, claro, claro —replicó el ama y, refunfuñando como de costumbre, se dispuso a reordenar la iglesia, mientras que la comadrona, su marido y el párroco se dirigieron a la casa del matrimonio del faro.

Aislado del pequeño pueblo, sobre el relieve más alto y sobresaliente de la costa, se erguía el faro. Con orgullo, esta alta construcción a rayas blancas y rojas desafiaba el mar y, con su luz, salvaba de los escollos a barcos y pequeñas barcas de pescadores.

El matrimonio del faro había transformado aquel lugar en su casa.

Se habían conocido de niños y desde entonces eran inseparables. Siempre lo habían compartido todo, lo bueno y lo malo, y el trabajo en el faro no podía ser menos.

La mujer no soportaba la idea de estarse tranquila en el pueblo mientras su marido tenía que pasar todas las noches solo en el trabajo. Por no hablar de los controles de mantenimiento, que lo mantendrían ocupado las otras horas del día. Para su gusto, el tiempo que les hubiera quedado para estar juntos habría sido demasiado poco. Así que, para seguir estando unidos, decidieron trasladarse al faro. Pensaron que podía ser divertido y, en cualquier caso, más interesante que vivir en una casita normal del pueblo.

El párroco, la comadrona con la pequeña en brazos y el marido en la comitiva llamaron a la puerta. Después repararon en un extraño interruptor —nadie en el pueblo tenía uno igual— en el que había escrito: «Llamar». Lo pulsaron y oyeron un trino. Una vez más, se confirmó la originalidad del matrimonio. Inmediatamente, el guardián del faro abrió la puerta, escuchó con atención lo que los tres habían ido a proponerle y, en cuanto comprendió la situación, en su rostro se dibujó una sonrisa magnífica. Llamó a su mujer y le bastó con decirle que ese hatillo era para ellos para que deseara estrecharlo entre sus brazos como si la niña hubiera sido suya desde siempre.

—Entonces, ¿la queréis? —pregunta de confirmación del todo superflua.

—¡Sí que la queremos! Ella será la luz de nuestro faro.


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Luna (en Español)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora