Uno

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Uno


Al principio creyó que era humo y se alarmó, pero después entendió que en ese viejo, abandonado y sucio edificio sólo podía ser tierra levantándose. Liz estuvo sorprendida de que ésta no le produjera escozor en los ojos, o una tos seca.

Caminó lentamente sobre el piso levantad. Algunas partes eran sólo tierra y en algunas esquinas había pequeños pozos, no muy cóncavos pero lo suficientemente profundos para torcerle un tobillo si pisaba mal. Algunos pedazos de vidrio crujieron bajo sus pies, pero Liz no entendió de dónde pudieron salir tantos pedazos de vidrio si todo estaba hecho de cemento y ladrillo.

Después de recorrer las frías y desnudas paredes a través de varios pasillos donde sólo se encontraban puertas y puertas que llevaban a otros pasillos, entendió que el sitio era muy similar a una cárcel.

Había cables sueltos donde antes estuviesen cámaras de vigilancia y computadores. A veces brincaba de susto cuando un cable hacía corto circuito con otro y saltaban chispas.

Había una sala de espera, las sillas estaban todas tiradas, sin patas o respaldo, y los pocos sillones del lugar habían sido acuchillados por completo, el relleno desperdigado por el suelo. Cuando se dio cuenta de que las puertas se dirigían a habitaciones con una cama dentro, supo inmediatamente que eso no era una cárcel, sino un manicomio.

Algunas puertas habían sido arrancadas y yacían a medio camino del suelo en estado de podredumbre. Si eran metálicas, se deshacían en pequeñas partículas oxidadas; si eran de madera, pedazos de ésta yacían por todas partes, comidas a medias por termitas.

Llegó a un baño común. Varias regaderas sin cortinas se repartían hacia el fondo de la extensa habitación. Liz se sorprendió de no ver cucarachas y buscó un espejo. Lo encontró, a la mitad, parte de la lámina había sido arrancada y la mitad que se había salvado, pendía del marco.

Liz se observó de arriba abajo a través de la mitad del espejo. Tenía puesta una bata de hospital como única prenda. También percató por primera vez de sus pies descalzos y la suciedad de éstos. ¿Cómo es que no lo había notado antes? Nada, absolutamente nada debajo de esa bata azul que apenas cubría parte de sus muslos. Su oscuro cabello caía suelto hacia atrás y su rostro estaba totalmente limpio.

Tal vez por la falta de luz, sus ojos azules no brillaban como lo hacían usualmente, a la luz del día y en contraste con la cristalina agua que siempre parecía caer del cielo. Liz percató de que esa vez, afuera no había lluvia, o signos de población.

Por inercia sabía que había un "afuera", pero no había visto ni una sola ventana o puerta al exterior.

Fue entonces cuando escuchó la música. Era un violín, suave y bello, interpretando un lento tango. Era quizá algo triste, la hizo sentir más perdida de lo que ya de por sí se sentía.

—¿Hola?

No hubo respuesta.

Se dirigió ahí donde la música se hacía más y más clara. Después de doblar un par de viejos pasillos, dio con una salita de espera apenas con dos sillones partidos a la mitad y una persiana vertical vencida. Asomó la cabeza por la ventana: neblina; todo era gris y no parecía haber más allá de dos centímetros.

No había más, ahí el sonido era más fuerte. Giró a su alrededor buscando algo, a alguien, y sólo encontró una bocina que colgaba de una esquina. Se veía inservible, pero el violín no parecía provenir de algún otro lugar.

—Hermoso, ¿no?

Escuchó una voz a su espalda y se dio la vuelta en un brinco.

—¿Quién eres? —preguntó en un acto reflejo.

Un Azul Casi GrisWhere stories live. Discover now