Febrero 2016

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Podría haber sido simplemente un roce casual, excepto:

Se anuda la pajarita por quita vez y aún así sigue estando torcida. La imagen que le devuelve el espejo es la de él mismo enfundado en una chaqueta de esmoquin que le viene demasiado grande y una expresión de palpable incomodidad.

Facu, a su lado, se abrocha la chaqueta con parsimonia, como si tuvieran todo el tiempo del mundo y no diez minutos antes de que pasen a recogerlos.

Pablo hace un último intento de colocarse la pajarita recta y da por perdida la batalla. Si total, el solo hecho de llevarla ya va a atraer toda la atención. Honestamente, le da igual se está derecha o inclinada.

—Recuérdame otra vez por qué estoy haciendo esto.

Facu le mira con sorna.

—Iba a decirte que lo de llevar traje fue idea tuya, pero mejor me callo y ambos nos ahorramos una más que evidente humillación.

—Pero es que parezco un camarero, tío.

Coge el abrigo gris oscuro que el otro le tiende desde el perchero junto a la puerta. Cuando se lo pone le ajusta perfectamente y aunque aún baila dentro de la chaqueta, se siente un poquito más persona.

—Hombre, Pablo, iba a decirte que si te soltabas el pelo y te ponías un sombrero de copa parecerías un supertacañón del 1, 2, 3 pero esta comparación también me vale.

Sus rápidos reflejos le ayudan a escapar ágilmente del intento de colleja de Pablo y ambos salen a la calle donde les recibe la fría noche madrileña.

Cuando llegan al hotel donde se celebra la Gala, Pablo sabe que su elección de atuendo dará mucho que hablar en Twitter porque las cámaras le enfocan inmediatamente, ávidas de noticias y titulares.

Facu desaparece nada más entrar y le toca deambular un rato solo hasta que avista a Pedro Sánchez junto a su mujer. Se debate entre acercarse a saludar o buscar a su amigo y odiarle eternamente por haberle plantado tan pronto, pero es Pedro el que decide por los dos cuando le saluda con un leve movimiento de cabeza y se acerca con la evidente intención de entablar conversación.

Pablo nota cómo el líder del PSOE ha prescindido de cualquier complemento y sabe que, al igual que él, no se va a librar del juicio implacable de Internet. Intercambia unas cuantas frases corteses y la foto, por supuesto, es obligada. Al poco rato se les une Manuela Carmena, la buena mujer intentando no aparentar que se encuentra tan desubicada allí como el propio Pablo.

La presencia de la alcaldesa aligera un poco la conversación y charlan animadamente durante un rato hasta que Pablo detecta por el rabillo del ojo a Alberto Garzón con una sonriente Anna cogida de la mano.

El traje le sienta como un guante y camina con esa elegancia natural de aquel no se siente ajeno en ningún lado que Pablo tanto envidia y sobre la que han bromeado cientos de veces. Se saludan con cordialidad y hay más fotos (de las que Alberto jura que sacará cientos de copias y empapelará toda su casa porque, joder, Pablo, no te había visto así desde las fotos de la Comunión de tu primo) y más micrófonos y más preguntas y se siente como si acabaran de salir de una sesión agotadora del Congreso pero con todo el mundo excepcionalmente bien vestido.

Facu tiene la decencia de aparecer al poco rato con cara de fingida inocencia y Pablo está tentado de estrangularle con la pajarita. Solo la mano de Garzón en su espalda y un nada de asesinatos le contiene de copar todos los titulares del día siguiente por motivos totalmente ajenos a la entrega de premios. A la Gala aún le queda un rato para comenzar y es entonces cuando él aparece.

Lleva a Bea a su lado, como es natural, y parece buscar a alguien entre la gente. Cuando sus miradas se cruzan y Albert sonríe —aparentemente le estaba buscando a él— el suelo se vuelve ligeramente inestable bajo sus pies. A las cámaras apenas les da tiempo a atraparlos porque le susurra algo a Bea al oído y se acerca con paso ligero. Es entonces cuando Pablo puede comprobar que van vestidos aparentemente igual, qué bien..., y que Albert tampoco parece haber acertado con la talla de la chaqueta por la forma en la que se suelta y se abrocha el botón de la chaqueta constantemente cuando llega a su altura.

Parece que le va a decir algo pero Pablo alza una mano en señal de precaución.

—Un solo comentario acerca del esmoquin y te juro...—El tono es un intento de seriedad mal disimulada. Albert se ríe por lo bajo.

—¿Acabo de llegar y ya me estás amenazando? ¡No me ha dado tiempo ni a saludar!

—Sí.

Le escanea de arriba abajo descaradamente.

—¿Ni uno solo? ¿Ni uno pequeñito?

—Ni medio.

—Pues qué pena —Falsa expresión de contrariedad —. Entonces voy a volver al guardarropa a pedir mi abrigo porque no tiene sentido que siga aquí si no se me va a permitir comentar la atracción principal.

Pablo quiere responderle entre risas que es idiota perdido pero su particular relación se sigue viendo extraña a ojos ajenos, así que naturalmente se guarda el comentario para sí.

Por fin es momento de acceder al salón donde se llevará a cabo la ceremonia y la mente perversa y retorcida que ha organizado la disposición de los invitados en los asientos los coloca juntos —mandando a Alberto Garzón y a Anna varias filas más atrás con un pasillo por en medio—y Pablo Iglesias interpreta el papel de su vida no girándose hacia Albert Rivera en ningún momento a pesar de que le nota inquieto a su lado. Afortunadamente, los comentarios de Facu y los largos discursos de los ganadores consiguen abstraerle por completo durante la mayor parte del tiempo. Pero los movimientos involuntarios para cambiar de postura y el hecho de que cada sillón comparte un único reposabrazos con el contiguo le lleva a colocar distraídamente su mano sobre la de Albert. El contacto es tan inesperado que ambos dan un pequeño respingo en el asiento y Pablo aparte el brazo rápidamente mirándole con una expresión de muda disculpa, pero el otro no parece molesto en absoluto, simplemente aparta un poco su brazo para que quepan ambos con comodidad.

Y se rozan, por supuesto que se rozan, y en los momentos de total oscuridad del salón, a escondidas de Bea , de Facu y de los ojos de todo el mundo, los dedos de Albert trazan círculos invisibles en el dorso de su mano y ninguno de los dos se mira porque no pueden, porque no lo necesitan, porque les basta con sentirse.

Y cuando el salón se ilumina por proyección de la pantalla y las caricias ocultas se convierten en un acto peligroso, las manos vuelven a su sitio. Entonces son sus rodillas las que se tocan y permanecen así, unidas, durante todo ese tiempo que se les ha concedido.

SístoleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora