—... tres, cuatro. ¡Cuatro meses y estaremos en último año! —dijo mi amiga Rebeca. Las cuatro nos encontrábamos en nuestro sitio habitual: el patio trasero de Sandy. Era un  lugar hermoso, con pasto recortado perfectamente, dos árboles frondosos con una hamaca pendiendo de ambos y flores plantadas en una esquina, había rosas, gardenias blancas, pensamientos amarillos, claveles  lilas y tulipanes de todos los colores. La madre de Sandy no trabajaba y su vida eran las flores. También había una mesa de jardín con cuatro sillas, que nos iba de maravilla en momentos como ese.
—Ah, chicas, ¿lo sienten? La anticipación de largarnos de este lugar de locos—Mónica, tan sínica como siempre. Era, de las tres, mi mejor amiga. La conocía desde los ocho, me conocía y entendía como nadie lo había hecho anteriormente—. Ay, Em, no pongas esa cara, a donde quiera que vayamos ese novio tuyo te seguirá; está completamente loco por ti. Por cierto, ¿ya lo hicieron?
   ¿Mencioné que era increíblemente directa? E incómoda. Pero la amaba, a todas. Rebeca era la inteligencia y sensatez andante; Sandy era toda dulzura y bondad; en cuanto a Mónica y a mí, digamos que éramos lo mismo para el grupo, solo que mi humor era un poco variable pero Món era oscura. También tenía más experiencia que todas las demás, por lo que se moría que alguien más compartiera esa experiencia con ella y así hablarlo más abiertamente.
   Pero Ezra no había intentado nada y yo no era del tipo valiente que se lanza a la primera oportunidad, precisamente. Me habían dicho que eran los hombres quienes insinuaban y daban el primer paso a ese nivel y aunque sabía que no tenía nada de malo que yo lo diera, digamos que estaba un poco asustada de darlo.
—No—respondí—. No ha pasado nada.
—No me lo creo—contradijo Mónica, entornando los ojos con incredulidad—. Prácticamente te come con la mirada cada vez que te ve. Al menos eso alcanzo a apreciar cuando estoy frente a ustedes dos.
— ¡Pero no ha pasado nada! Yo estoy presente en los besos y en las caricias, ¿saben?
—Ah, pero hay caricias—apuntó Sandy y me irritó la forma en que me veía, como con lástima.
—Claro. Cuando nos besamos me acaricia el rostro, el cabello y, cuando el beso sube de intensidad, me presiona más contra sí, ya saben, nada de delicadezas; y entonces, comienzo a pasar mis manos por la parte trasera de su cabeza y él suelta suaves quejidos pero, en el instante en que lo hace, me aparta.
   Rebeca y Sandy me vieron como si hubiese dado demasiada información, y como que sí tenían razón pero quería la opinión de ellas.
—Vaya, amiga, no sé qué decirte. Me refiero que, de acuerdo a lo que dices, no tendría por qué detenerse; es obvio que lo disfruta tanto o más que tú, pero algo lo frena—comentó Rebeca.
—Tal vez sea gay—sugirió Sandy.
—Oh, vamos, tú has visto cómo la mira—le reprochó Rebeca—. Es imposible que alguien homosexual vea de esa forma a un heterosexual. No, debe ser otra cosa.
—De cualquier forma, no pienso perder mi virginidad a los dieciséis—terminé con la conversación.

Esa conversación me rondó la mente por varias semanas. No podía hablar de eso con mi madre, moriría de un infarto. Mi hermana era la persona menos indicada pues haría un escándalo. Mis amigas y yo sobre-analizábamos la situación. Una opinión masculina era lo que necesitaba, el problema era a quién preguntar. Desgraciadamente mi mejor amigo se había ido a otra ciudad para empezar un programa antes de iniciar la universidad, las ventajas de ser un nerd.
   Cuando supe que se iba rompí a llorar. Significaba que había crecido y que pronto yo lo haría. Quizá ya no nos hablaríamos, podríamos llegar a ser de esos amigos que son las personas más unidas mientras se ven pero uno se muda y dejan de serlo y pasan a ser extraños. Mis propios pensamientos me deprimían y tenía otras cosas en que pensar, por ejemplo: mi carrera, dónde iba a estudiar, mi precaria relación... Una sensación de picazón en la nuca, como si alguien me estuviera observando, me asaltó. Pasé la vista por la calle, mirando hacia ambos lados pero nada, no había nadie viéndome. Me encogí de hombros y seguí caminando.
     Instantes después sentí una mano tirando de mi brazo. Por reflejo solté un manotazo a quién fuera mi atacante y no grité sólo porque otra mano cubrió mi boca.
—Oye, tranquila, soy yo—susurró José.
— ¡Estás loco!—grité en cuanto retiró su mano— ¿Quién te crees para aparecer así? ¡Casi me matas del susto, tonto!
   Estaba molesta porque me había asustado y lo peor de todo es que ni siquiera se veía arrepentido. Sus ojos bailaban con humor y sus labios permanecían apretados para reprimir las carcajadas que amenazaban con salir. Cuando me tranquilicé y él se serenó, pudimos platicar decentemente. Estuvimos paseando sin rumbo por un buen rato hasta que recordé que tenía que ir a ver a Ezra. Le dije que iba a la librería que estaba a unas cuadras y que me encontrara ahí en veinte minutos.

Por favor, déjame olvidarteWhere stories live. Discover now