Capítulo VII

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Un par de insistentes golpes lo trajeron a la realidad de sopetón, sobresaltándolo.

Había estado teniendo algún sueño un poco agradable pero que ahora ya se alejaba, escapándose rápidamente hacia algún resquicio muerto de su memoria; hacia algún hueco demasiado lejano donde ya jamás sería capaz de alcanzarlo.

Se sentó con pereza sobre la cama.

La luz de la mañana entraba por la ventana lamiéndole la piel y, por un momento, Arlo no recordó dónde estaba.

Pasó la mirada por la pequeña habitación, desorientado. Los recuerdos le llegaron al mismo tiempo en que un nuevo par de golpes azotaba la puerta de madera de su habitación en la posada.

—Ya voy —dijo y su voz sonó espesa y cansada.

Afuera, Sye suspiró. De modo que se encontraba allí.

—Te esperaré en el comedor —dijo y se dirigió hacia las escaleras sin esperar una respuesta, tratando de explicarse a sí misma por qué había sentido alivio al saber que él no se había marchado.

Lo había esperado largo rato la noche anterior, mirando constantemente hacia la puerta de la posada. Pero Arlo no había aparecido y, finalmente, el cansancio la había rendido, obligándola a retirarse a la habitación rentada.

Él tampoco se había presentado a desayunar aquella mañana y había sido allí cuando la preocupación realmente se había extendido en su mente como una mancha de tinta esparciéndose sobre el papel.

Se sentó en una de las sillas junto a la mesa que, a esa hora, se encontraba ya vacía. Pronto el establecimiento comenzaría a llenarse de nuevo con la gente que iba a comer habitualmente allí, pero para ello faltaba todavía algunas horas. Un nuevo suspiro murió en su garganta.

Ya se había hecho a la idea de que tendría un compañero de viaje y aquello había terminado pareciéndole bueno, aun a pesar de que Arlo fuera una persona tan silenciosa.

Sye había estado ya demasiado tiempo deambulando sola.

A veces aquella soledad había sido difícil de soportar. Se había hecho una carga pesada, más todavía considerando que ella no pertenecía a ninguna parte. Nadie la esperaba en ningún lado. No tenía a dónde ir. De hecho, hasta su encuentro con el Hermano Frisst, hasta se había llegado a plantear en un par de ocasiones si aquella sensación ominosa que había sentido provenir del Norte no habría sido apenas un truco de su mente para proveerle algo de dirección. Un sitio al que ir. Una especie de... propósito.

Arlo apareció, desviando el curso de sus pensamientos.

Tenía ojeras oscuras colgándole de los ojos, como si hubiese dormido muy poco, y sus labios estaban resecos y quebradizos.

—¿Qué ha pasado? —Sye no pudo evitar preguntar, aunque sabía que no era conveniente. No en absoluto. Aquello no era de su incumbencia.

Él la miró exactamente de aquel modo.

—Nada —le respondió—. No he ido a buscar a mi hermana si eso te causa curiosidad.

Sye abrió la boca para decirle que debería haberlo hecho. Pero la cerró nuevamente, arrepintiéndose justo antes de hacerlo. No tenía ningún tipo de potestad para entrometerse en los asuntos del muchacho.

En cambio, extrajo la pequeña bolsa de tela gris que tintineaba dentro de uno de sus bolsillos y expuso sus contenidos sobre la mesa.

—Estas son las ganancias de ayer —dijo, observando a Arlo de soslayo.

La Sombra del FuegoWhere stories live. Discover now