3- El Escribiente del Corredor de Bolsa

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Poco después de mi matrimonio compré su clientela a un médico en el distrito de Paddington.
El anciano señor Farquhar, que fue a quien se la compré, había tenido en otro tiempo una excelente clientela de medicina general; pero sus años y la enfermedad que padecía..., una especie de baile de San Vito..., la había disminuido mucho.
El público, y ello parece lógico, se guía por el principio de que quien ha de sanar a los demás debe ser persona sana, y mira con recelo la habilidad curativa del hombre que no alcanza con sus remedios a curar su propia enfermedad. Por esa razón fue menguando la clientela de mi predecesor a medida que él se debilitaba, y cuando yo se la compré, había descendido desde mildoscientas personas a poco más de trescientas visitadas en un año.
Sin embargo, yo tenía confianza en mi propia juventud y energía y estaba convencido de que en un plazo de pocos años el negocio volvería a ser tan floreciente como antes.
En los tres primeros meses que siguieron a la adquisición de aquella clientela tuve que mantenerme muy atento al trabajo, y vi, en contadas ocasiones, a mi amigo Sherlock Holmes; mis ocupaciones eran demasiadas para permitirme ir de visita a Baker Street, y Holmes rara vez salía de casa como no fuese a asuntos profesionales.
De ahí mi sorpresa cuando, cierta mañana de junio, estando yo leyendo el Bristish Medical Journal, después del desayuno, oí un campanillazo de llamada, seguido del timbre de voz, alto y algo estridente, de mi compañero.

- Mi querido Watson -dijo Holmes, entrando en la habitación-, estoy sumamente encantado de verlo.¿Se ha recobrado ya por completo la señora Watson de sus pequeñas emociones relacionadas con nuestra aventura del Signo de los Cuatro?

- Gracias. Ella y yo nos encontramos muy bien- le dije, dándole un caluroso apretón de manos.

- Espero también -prosiguió él, sentándose en la mecedora- que las preocupaciones de la medicina activa no hayan borrado por completo el interés que usted solía tomarse por nuestros pequeños problemas deductivos.

- Todo lo contrario -le contesté-. Anoche mismo estuve revisando mis viejas notas y clasificando algunos de los resultados conseguidos por nosotros.

- Confío en que no dará usted por conclusa su colección.

- De ninguna manera. Nada me sería más grato que ser testigo de algunos hechos más de esa clase.

- ¿Hoy, por ejemplo?

- Sí; hoy mismo, si así le parece.

- ¿Aunque tuviera que ser en un lugar tan alejado de Londres como Birmingham?

- Desde luego, si usted lo desea.

- ¿Y la clientela?

- Yo atiendo a la del médico vecino mío cuando él se ausenta, y él está siempre dispuesto a pagarme esa deuda.

- ¡Pues entonces la cosa se presenta que ni de perlas!- dijo Holmes, recostándose en su silla y mirándome fijamente por entre sus párpados medio cerrados
- Por lo que veo, ha estado usted enfermo últimamente. Los catarros de verano resultan siempre algo molestos.

- La semana pasada tuve que recluirme en casa durante tres días, debido a un fuerte resfriado. Pero estaba en la creencia de que ya no me quedaba rastro alguno del mismo.

- Así es, en efecto. Su aspecto es extraordinariamente fuerte.

- ¿Cómo, pues, supo usted lo del catarro?

- Ya conoce usted mis métodos, querido compañero.

- ¿De modo que usted lo adivinó por deducción?

- Desde luego.

- ¿Y de qué lo dedujo?

- De sus zapatillas.

Las Memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora