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Íñigo daba vueltas a su cerveza sin parar, humedeciéndose los labios y mirando el móvil cada poco. Alberto llegaba tarde y por su mente transcurrían todas las posibilidades: quizá se había arrepentido, quizá no pensaba aparecer, quizá quería demostrarle que aquella cita significaba más bien poco para él. Todo podía ser, y sabía que en cualquier caso se merecía eso y cosas peores.

Lo cierto es que aquel encuentro tenía poco de dramático en comparación al de Pablo y Albert. Desde que Garzón había vuelto a Madrid para estar en el congreso habían coincidido un sinfín de veces en eventos políticos, aunque en esos casos Íñigo intentaba evitar al otro todo lo posible. Si no quedaba más remedio intercambiaban impresiones triviales sobre el tiempo, el trabajo o el acto en cuestión en conversaciones que no superaban los cinco o diez minutos; era lo máximo que Errejón podía soportar antes de ser consumido por la culpa.

Lo peor para él, paradójicamente, era que Alberto lo hubiera perdonado. El malagueño le aseguró en una conversación que ocurrió varios meses después de la ruptura que, a pesar de estar dolido, no le guardaba rencor alguno y le deseaba lo mejor en la vida, y aquello hacía que el haberlo traicionado le pesara cien veces más. En sus días de mayor debilidad intentaba echarle la culpa a Pablo, colocándolo en el papel de mala influencia, pero era demasiado listo para engañarse a sí mismo y Alberto se merecía algo mejor que una excusa barata. Sin embargo, aceptar la responsabilidad de haber hecho daño a la persona más generosa, sincera y genuinamente buena que jamás había conocido implicaba llevar un peso inaguantable sobre su conciencia, uno que no había sido capaz de soportar ni entonces ni ahora.

Cuando sintió una mano en su hombro contuvo la respiración, pero la sonrisa que lo esperaba al girar la cabeza acabó con todos sus males de un plumazo.

-Perdona, Íñigo -se disculpó Alberto, sentándose al otro lado de la mesa. -Me han parado por la calle dos señoras muy majas de las que no callan y ya sabes cómo... Bueno, si no lo sabes lo sabrás pronto -bromeó, cayendo en la cuenta de que Errejón no había pasado aún por un auténtico baño de masas.

-¿Tú crees? Que desde que salgo en la tele las señoras, si acaso, me miran mal -respondió con sorna, aferrándose a su cerveza como si fuera un salvavidas.

-Dales tiempo, luego te seguirán a todas partes.

-No sé si estoy preparado para eso -admitió Íñigo con una sonrisa un tanto triste. -Pero supongo que es lo que toca.

-Yo creo que sí, ya verás. Te acabas acostumbrando, y sé que lo vas a hacer bien. Bueno, de hecho ya lo estáis haciendo muy bien.

Apenas veinte segundos de conversación y ahí estaba el Alberto de siempre, apoyándolo y alabando lo que hacía a pesar de todo. Era demasiado bueno para este mundo, así de simple. Las mejillas de Íñigo se enrojecieron y optó por beber, intentando ocultar su rostro con poco éxito. En ese momento se acercó un camarero y hubo un momento de tregua mientras el recién llegado pedía; cuando volvieron a quedarse solos el nerviosismo se cebó con su estómago.

-¿Qué tal lo llevas? -preguntó el malagueño, apoyando sus brazos sobre la mesa y mirándolo con interés. Su expresión era relajada y serena, como solía ser. Todo en él transmitía una actitud abierta y honesta, sin trampa ni cartón, sin lados oscuros ni secretos.

-Bien, bueno. Todo está pasando muy rápido, así que es un poco locura. No dejamos de ir a sitios y hacer cosas y a veces me gustaría tener un momento para respirar -confesó, soltando una risa nerviosa. -Pero estamos muy ilusionados, la verdad. Estoy muy contento con lo que estamos haciendo.

Alberto sonrió con auténtica felicidad, haciendo que el sol estival se volviera más brillante de repente.

-Me alegra oír eso, de verdad. Y por cierto, ya sabéis donde estamos -bromeó, agradeciendo al camarero cuando éste volvió con su cerveza.

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