Dirty little secret

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El día después fue previsible. MUY previsible.

Estaba borrachísimo, yo no quería, en realidad no me gustas.

Apenas me acuerdo de lo que pasó. Sobrio jamás haría eso.

Fue porque Inés me calentó y me dejó tirado, no porque me gustes tú.

Te detesto. Ah, y no somos amigos.

Epílogo: Gracias por dejarme la pasta. Si eso no vuelvas a hablarme en la vida.

Pablo lo aceptó todo. Calló, tragó y asintió. Lo que más le dolió fue que Albert dijera acordarse de poco, porque a él no se le iba a olvidar aquella noche en la vida. Me odias, vale. Te pone jugar conmigo, de acuerdo. Yo me dejo, porque me gusta. Soy así de gilipollas. Llámame si quieres volver a follar. Entretanto no te hablaré en público, no sea que te arruine la vida social. Todo correcto.

Fue la peor conversación posible. Sin embargo, el madrileño sentía que las cosas no acababan ahí. Su instinto le decía que Albert iba a volver, de una manera u otra. Que la atracción que sentían era demasiado fuerte como para enterrarla así como así. Pero los días se volvieron semanas, largas e insoportables, y allí no pasó nada.

La vida siguió, gris y anodina. Noviembre fue un mes terriblemente frío en más de un sentido.

Las clases eran aburridas, cansinas y agotadoras. Los alumnos no tenían tiempo de respirar y los temidos exámenes flotaban sobre sus cabezas como espadas de Damocles recién afiladas. Pablo y Albert llevaban vidas en universos paralelos a pesar de estar en la misma clase: el primero con sus amigos de siempre, sus costumbres de siempre y un vacío permanente en el pecho. El segundo con su adorada novia, de la que no se despegaba ni un segundo, y su grupo de amigos pijos.

Todo era igual pero nada era lo mismo.

Pablo empezó a creer la teoría de Íñigo. Quizás estaba tan obsesionado con Albert porque sabía que no podía tenerlo. No se trataba de que le gustase, o le pusiese muchísimo, o quisiera estar con él a toda costa; era cuestión de tener lo inalcanzable. Sólo tenía que entender que no lo quería de verdad y se le pasaría la tontería.

¿O no?

Aquello no funcionaba. Y Pablo estaba harto de preguntarse por qué.

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-¿A ti qué te ha dado el primero? -susurró Íñigo, intentando mirar los apuntes de Pablo por encima de su hombro.

-El 13%. Pero creo que la he cagado, porque no es el impuesto que yo pensaba.

-Joder, si tú estás perdido los demás estamos jodidos -dijo Alberto, con el ceño muy fruncido.

-Que noooo. No os pongáis nerviosos que ahora lo arreglo.

Los tres amigos estaban en la biblioteca, que por aquellas fechas estaba a rebosar. Al menos en comparación a la ocupación habitual, que era casi nula. La bibliotecaria caminaba de un lado a otro con pasos suaves, colgando decoraciones navideñas en las paredes y las librerías. Por suerte no había villancicos de fondo.

De repente, se oyó una risa que Pablo conocía muy bien y su corazón se le encogió en el pecho. Levantó la mirada y vio a Inés, que aunque le jodiera reconocerlo estaba guapísima, de la mano de Albert. La pareja se sentó en una mesa cercana sin percatarse de su presencia. No le extrañaba; se había convertido en alguien invisible para el catalán. Y lo llevaba muy, muy mal.

A partir de ahí, el de Vallecas no consiguió concentrarse. No hacía más que mirarles, apesadumbrado, bebiéndose los gestos de él y envidiando las atenciones que recibía ella. Qué imbécil estaba siendo, y qué poco le importaba. Estaba hasta el cuello por aquel tío y no podía hacer nada. Menuda mierda. Íñigo y Alberto supieron respetar que su amigo dejase de estar disponible para estudiar en cuanto el catalán irrumpió en la escena. La verdad, Pablo les daba mucha pena y no sabían cómo ayudarle. Habían intentado emparejarle con amigos comunes y no habían conseguido que echase ni un triste polvo siquiera. El último había sido con Albert y desde entonces todo había ido cuesta abajo.

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