http://4_El hogar Fuller

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Menos de una semana antes de que Nerea tratara de contactar con El niño de la habitación, algo terrible había ocurrido.

Como cada día laborable, la madre de Derek salió de casa muy temprano, a las seis de la mañana, dispuesta a coger dos autobuses que necesitaba para llegar al trabajo. Tenía carné de conducir, pero nunca había querido comprarse un coche. No sólo detestaba el tráfico infernal de aquella ciudad, sino que su creciente espíritu ecológico la impulsaba a ver aquellos cacharros como malévolos agentes de polución antes que como útiles herramientas de transporte. Prefería la incomodidad de madrugar para esperar el autobús que contribuir a la intoxicación de la atmósfera, así que aceptaba con resignación las dos horas que tardaba en llegar a su destino en transporte público.

Pero aquella mañana fatídica hacía un frío de mil demonios, por lo que casi lamentó su concienciación medioambiental, imaginándose refugiada dentro de un coche con calefacción y con una emisora de música clásica masajeándole los oídos. Por suerte, en el segundo autobús encontró un asiento libre, cosa rara, y se permitió la primera sonrisa del día. La visión de las afueras de la ciudad, todavía a oscuras, le hizo pensar en lo bien que estaría acurrucada bajo las sábanas y enseguida se le agolparon los bostezos en la boca.

Decidió leer el periódico para espabilarse, pese a saber que hacerlo la marearía ligeramente, y lo abrió por la sección de noticias internacionales. La evasión no le duró ni cinco minutos, tiempo que tardó en darse de bruces con una columna en la que se hacía referencia a la secta japonesa que casi le cuesta la vida a su hijo.

Después del tiempo transcurrido, creía haber superado el tremendo disgusto, gracias en gran medida con la que, en apariencia, Derek había dejado atrás el asunto. Ella estaba convencida de que su enfermedad se recrudecería por culpa de aquello de los secuestros y de que tendrían que empezar desde cero la terapia contra la agorafobia, pero, para sorpresa de todos, ocurrió justo lo contrario. Derek mejoró hasta tal extremo que en un par de ocasiones incluso pidió a su madre que no cerrara la puerta de su habitación. Aunque no llegó a salir del cuarto donde se pasaba el día metido, se atrevió a dormir con la puerta abierta, algo que suponía todo un avance en su recuperación.

No había ninguna duda de que tenía mucho que agradecer a la chica con la que había estado en contacto, una tal Nerea, a cuyo hermano había ayudado a salvar. Quizás aún había esperanzas de que su hijo no se perdiera la vivencias más hermosas de la adolescencia: el descubrimiento del amor, los paseos con las chicas, el primer beso. Sin embargo, la noticia que aquella mañana leyó en el periódico arrasó los pensamientos positivos que rondaban últimamente por la cabeza de la madre de Derek.

Se apeó del autobús y se dispuso a recorrer el kilómetro que la separaba de la nave industrial en la que trabajaba. Pese a que iba muy abrigada, una oleada de temblores sacudía su cuerpo. Ni ella misma sabía si venían provocados por el susto de leer aquella noticia o por las bajas temperaturas.

Puesto que no había más naves industriales por la zona y que su jornada laboral arrancaba media hora antes que la del resto, los empleados de la fábrica, no se veía un alma por los alrededores. Los servicios de limpieza tampoco daban señales de frecuentar el lugar, ya que la basura se acumulaba bajo los bordillos, y las herrumbrosas marquesinas a duras penas sostenían rastros de carteles amarillentos. El abandono era tal que una nave espacial podría aterrizar allí y nadie se enteraría.

La madre de Derek estaba acostumbrada a tanta soledad, pero esa mañana todo le parecía desagradable y amenazador. Empujada por cierto estado de inquietud, aceleró ligeramente el paso y, tratando de tranquilizarse, se sacó el iPod del bolso y se puso a escuchar un álbum melódico de Miles Davis. Resultó paradójico que el mismo aparato con el que buscaba protegerse del mundo fuera el que contribuyera a que se despidiera de él, al impedirle oír el  motor del coche que se acercaba a toda velocidad. el chiste macabro llegó cuando su cráneo impactó violentamente contra el asfalto justo mientras sonaba la pieza It Never Entered My Mind*.

Terror en la red 2: La mujer con el corazón lleno de tormentasWhere stories live. Discover now