http://2_Noticias del pasado

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Pancracio se pasaba el día dando vueltas en su pecera. Sólo se detenía cuando percibía la lluvia de alimentos que, como cada día. caía al atardecer. Realmente, la única vida que no había sufrido un cambio radical en aquella familia era la de ese pez. Aun así, alguien que no conociera la pesadilla por la que habían pasado sus miembros podría haber pensado que las cosas habían ido a mejor.

Se encontraban viviendo en una casa grande, luminosa y confortable, ubicada en una urbanización con piscina, zona ajardinada y cancha de tenis. Habían dejado el agobio de la ciudad para instalarse en un pueblo tranquilo a unos ochenta kilómetro del núcleo urbano, un lugar donde el aire era más puro y se disfrutaba del contacto con la naturaleza. Uno se despertaba con el trino de los pájaros no corría el riesgo de ser atropellado por los autobuses, se ahorraba las colas en el supermercado y no tenía que reservar mesa en el restaurante.

Pero si se prestaba más atención a la vida de los Wells, uno se daba cuenta de que aquello no era precisamente el paraíso. El elemento más extraño de aquel entorno era una furgoneta negra y sin matrícula situada a las puertas de la casa durante veinticuatro horas al día. Todas las mañanas, a las siete en punto, un coche también sin matrícula aparcaba detrás del otro vehículo. Dos individuos fortachones y de aspecto serio se apeaban, encendían un cigarrillo y observaban los alrededores. inmediatamente se abrían las puertas de la furgoneta, de donde salían dos hombre con muchas horas de gimnasio a sus espaldas y cara de pocos amigos. Éstos se acercaban a los individuos del turismo, hacía un gesto casi imperceptible y uno de ellos, siempre el mismo, lanzaba una pregunta, "¿Todo OK?", a la que el otro, también siempre el mismo, respondía "Sí". Acto seguido los unos se metían en el vehículo de los otros, el coche arrancaba y se perdían en la distancia, mientras la furgoneta se quedaba en el mismo sitio.

Así se daba por finalizado el relevo del equipo policial que velaba por la seguridad de los Wells. Media hora después Nerea cruzaba la verja de la urbanización, entraba en la furgoneta y era conducida hasta su nuevo colegio. En el mismo punto donde la dejaban, la recogían ocho o nueve horas después, dependiendo de si tenía actividades extraescolares o no.

Otra pista que delataba que aquella familia no atravesaba un buen momento era la expresión que solía grabarse en el rostro de Nerea, una expresión que denotaba tristeza y ausencia, como si echara algo en falta. Eso por no hablar de los hombros caídos y la forma en que arrastraba su cuerpo, como si se tratara de un bulto farragoso e incómodo.

Dos veces por semana acudía a una psicóloga que se esforzaba por ayudarla a superar las terribles experiencias por las que había pasado en los últimos meses, así como a adaptarse a los profundos cambios que dichos acontecimientos habían acarreado. La doctora Lynch, especializada en atender a menores de edad, era una excelente profesional, además de una persona paciente y afable. Sabía que el caso al que se enfrentaba era todo un reto y que debía proceder con calma. Aún estaban en la fase de establecer un clima de confianza que permitiera a Nerea romper el caparazón en el que se había refugiado. Progresaba muy lentamente, pero ta se notaba algún avanza. La doctora le había conseguido arrancar algunas frases sobre lo mal que lo estaba pasando e incluso se habían reído juntas en un par de ocasiones. Era evidente que la paciente tenía una enorme fortaleza, sólo hacía falta tiempo para que volviera a ser la de antes.

Su hermano Alex, al que Nerea apodaba cariñosamente Saturno, la visitaba a menudo, bien fuera los fines de semana, bien los días de vacaciones universitarias, lo cual contribuía mucho a su restablecimiento. Nerea había contado a la doctora que su hermano estudiaba Filosofía y que vivía en un campus universitario, pero se había visto incapaz de hablarle de su secuestro y del modo en que había arriesgado su vida para salvarlo. Era demasiado pronto.

Mientras Nerea ocupaba las horas en su colegio o en compañía de la psicóloga, una mujer de mediana edad se pasaba el día limpiando la casa a fondo, casi de un modo enfermizo, como si le fuera la vida en ellos. El ímpetu con el que fregaba o pasaba el trapo hacía pensar que participaba en un concurso televisivo por el que se llevaría un buen pellizco si dejaba su hogar más reluciente que el de sus competidores. Quien actuaba de un modo tan absurdo era la tía Liz, la tutora tanto de Nerea como de su hermano Alex desde que sus padres fallecieran.

Terror en la red 2: La mujer con el corazón lleno de tormentasWhere stories live. Discover now