No pudo verlo, sin embargo, lo sintió. Sus músculos temblaron y su piel empezó a burbujear. El sonido de las bombas al explotar se escuchaba por todo el sitio. Las capas de su recubrimiento crema se agrietaron y se desprendieron como hojas secas.

Quería morir, quería arrancarse los pedazos tiesos de epidermis para que todo su sistema se infectara, así sería más fácil acabar con la tortura. Iba a hacerlo, no le importaba que su espíritu vagara por el resto de la eternidad, prefería esa condena a pasar un minuto más en esa nube de confusión.

Alargó la mano y apretó su antebrazo con fuerza, clavó sus yemas, oyó cómo estas crujían bajo su palma. Lloriqueó, una vez más, cuando tocó las profundidades de su brazo, era una gelatina aguada y espesa. Y ni siquiera le dolía, no sentía sangre, solo masa amorfa que chapoteaba si movía sus dedos.

Para ella habían pasado segundos, pero en realidad habían pasado horas.




Abadón estaba en alguna parte de su cerebro, instalado como una sanguijuela, chupaba como una también. Se adentró por los túneles de su mente hasta llegar al control principal y se sentó ahí, en medio de sus sesos para disfrutar el espectáculo.

La escuchó suplicando perdón, sintió la reticencia de su cuerpo, gritaba pidiendo ayuda, suplicando perdón. Como un manjar disfrutó del dolor, de la angustia, de la desesperación.

Los recuerdos se aferraron a su mente, tan nítidos que podría jurar que no habían pasado milenios desde aquel fatídico día. Esas remembranzas que lo hacían sentir débil e impotente. Había sido estafado cruelmente.

Él y Lucifer habían sido los más allegados a Dios, el Todopoderoso los cubrió con su manto y les dio las alas más perfectas, les regaló dones especiales, poderes sobrenaturales que fueron controlando con el tiempo. A Abadón le otorgó habilidades mentales, inició con cosas pequeñas, no obstante, descubrió que podía desarrollarlas.

Llegó a formar cosas maravillosas solamente pensándolas, con el tiempo formó materia y moléculas, algo jamás visto por ninguna presencia divina. Su gran capacidad tenía fascinado al dueño de los cielos, quien se acercó y lo coronó como su favorito.

Le prometió riquezas, vida eterna y felicidad, un lugar junto a su trono. El resto de los ángeles le tendrían respeto por ser superior a ellos. Cegado por el panorama, escuchó las proposiciones de aquel que lo formó. Debía crear un mundo parecido al suyo, un experimento. También formaría cosas de carne y hueso, como ellos.

Tardó cien años en realizar la orden, hizo un espacio negro y un lugar habitable lleno de seres humanos. Unió cada partícula, cada molécula, cada átomo, cada célula hasta que hizo lo que su imaginación le ordenaba. Abadón jamás se había sentido tan orgulloso. Le mostró su invento a Dios, quien inspeccionó los detalles y lo observó con odio. Supo, entonces, que jamás creyó que haría algo tan perfecto.

El planeta Tierra era mejor que el palacio donde residían, los habitantes tenían alma; podían sentir, podían correr, podían respirar, podían reproducirse, podían pensar. Podían crear. Eran perfectos, inalcanzables, aún más que cualquiera que viviera en el reino celestial.

Había superado la creación del Señor. Y al Señor no le gustó en absoluto.

Gritó el mandato, los guardianes lo capturaron, lo arrastraron a una celda de fuego. Lo amarraron con cadenas que quemaban su piel. Sus compañeros, aquellos a los que creía sus amigos, le dieron la espalda. Se quitaron la máscara y demostraron que la envidia los corroía. Intentó crear algo para escapar, pero su don había sido apresado también en alguna parte de su mente.

Lucifer intentó ayudarlo cuando descubrió todo, pero fue expulsado del paraíso antes de que pudiera hacer cualquier cosa. Lo desterraron y lo enterraron en los confines de la tierra, encadenado como Abadón lo estaba en la cima.

Infernum Gehena © ✔️Where stories live. Discover now