Capítulo 6

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Eran las ocho cuando desembarcamos. Paseamos unos momentos por la orilla disfrutando del crepúsculo y luego nos dirigimos a la posada, desde donde contemplamos la hermosa vista del lago, bosques y montañas, que, envueltas en la oscuridad, aún mostraban sus negros perfiles.

El viento, que casi había cesado por el sur, se levantó ahora con gran violencia desde el oeste. La luna, alcanzado su cenit, empezaba a descender; ante ella, las nubes corrían, más veloces que el vuelo de los buitres, y nublaban sus rayos; en las aguas del lago se reflejaba el atareado firmamento, de manera aún más bulliciosa, pues las olas empezaban a crisparse. De pronto cayó una fuerte tormenta de agua.

Yo había permanecido tranquilo a lo largo de todo el día, pero, en cuanto la noche difuminó la forma de las cosas, me asaltaron mil temores. Alerta y lleno de ansiedad, empuñaba con la mano derecha una pistola que llevaba escondida en el pecho; el más leve ruido me aterrorizaba; pero decidí que iba a vender cara mi vida y que no abandonaría la lucha que se avecinaba hasta que o mi adversario o yo cayéramos.

Elizabeth observó mi agitación en silencio durante algún tiempo. Por fin dijo:

--¿Qué te intranquiliza, mi querido Víctor? ¿Qué es lo que tanto temes?

--Paciencia, querida mía, paciencia le respondí--. Pasada esta noche, el peligro habrá acabado. Pero esta noche es terrible, muy terrible.

Transcurrió una hora en esta inquietud; de pronto, pensé en lo espantoso que le resultaría a mi esposa el combate que esperaba de un momento a otro. Le rogué que se acostara, dispuesto a no reunirme con ella en tanto no conociera las intenciones de mi enemigo.

Me quedé solo, y continué durante algún tiempo paseando por los pasillos de la casa y examinando cada rincón que pudiera servirle de escondrijo a mi adversario. Pero no descubrí rastro alguno de él; y empezaba a pensar que alguna providencial casualidad habría intervenido para impedirle llevar a cabo su amenaza, cuando oí un grito agudo y estremecedor. Venía de la habitación donde descansaba Elizabeth. Al oírlo comprendí la estremecedora verdad, y me quedé paralizado; noté cómo la sangre me corría por las venas y me ardía en las puntas de los dedos. Un instante después escuché un nuevo grito y corrí hacia la alcoba.

¡Dios mío!, ¿cómo no morí entonces? ¿Por qué me hallo aquí narrando la destrucción de mi mayor esperanza, y la muerte de la más pura criatura? Estaba tendida en el lecho, inánime, la cabeza ladeada, las facciones pálidas y convulsas, semiocultas por el cabello. Doquiera que vaya veo la misma imagen: los brazos exangües y el cuerpo lacio, tirado sobre el tálamo nupcial por su asesino. ¿Cómo pude ver esto y seguir viviendo? ¡Cuán tenaz es la vida, y cómo se aferra a quienes más la desprecian! En un instante perdí el conocimiento, y caí al suelo.

Cuando volví en mí, me encontré rodeado de la gente de la posada; sus rostros demostraban un terror inenarrable; pero su espanto no era más que una parodia, una sombra de los sentimientos que me oprimían a mí. Escapé hacia la habitación donde yacía el cuerpo de Elizabeth, mi amor, mi esposa tan querida y venerada, viva aún pocos momentos antes. No estaba ya en la posición en la que la había encontrado; tenía ahora la cabeza recostada en un brazo, y el rostro y cuello ocultos por un pañuelo, y se la podía creer dormida.

Corrí hacia ella y la abracé con ardor, pero la mortal quietud y la frialdad de sus miembros delataban que lo que estrechaba entre mis brazos ya no era la Elizabeth a quien tanto había adorado. En su garganta se veían las horrendas señales del diabólico ser, y ni el menor aliento salía de sus labios.

Mientras con agonizante desesperación me inclinaba sobre ella, levanté la vista. Me invadió una especie de pánico al ver que la pálida luz de la luna iluminaba la habitación, pues las contraventanas que se habían cerrado anteriormente ahora estaban abiertas. Con inexpresable horror vi asomarse a una de las ventanas el aborrecido y repugnante rostro del monstruo. Esbozó una mueca burlona mientras señalaba con su inmundo dedo el cadáver de mi esposa. Me abalancé hacia la ventana y, extrayendo del pecho una pistola, disparé; pero esquivó la bala, y, huyendo del lugar a la velocidad del rayo, se zambulló en las aguas del lago. ,

FrankensteinWhere stories live. Discover now