Capítulo 5

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Habíamos decidido no pasar por Londres, sino cruzar directamente hacia Portsmouth, desde donde embarcaríamos para El Havre. Yo prefería este plan, porque temía volver a ver aquellos lugares en los que, con Clerval, había disfrutado de algunos momentos de paz. Pensaba con horror en ver de nuevo a aquellas personas a quienes habíamos visitado juntos, y que podrían hacer preguntas sobre un suceso cuyo mero recuerdo hacía revivir en mí el dolor que había sufrido al ver su cuerpo inerte en la posada de...

En cuanto a mi padre, todos sus esfuerzos se encaminaban hacia mi recuperación y a que mi mente encontrara de nuevo la paz. Sus cuidados y cariño no tenían límite; mi tristeza y pesadumbre eran tenaces, pero él no se daba por vencido. A veces pensaba que me sentía avergonzado de verme inmiscuido en un delito de asesinato, e intentaba convencerme de la inutilidad de la soberbia.

Padre, ¡qué poco me conoces! le dije. Es verdad que el ser humano, sus sentimientos y sus pasiones se verían humillados si un desgraciado como yo pecara de soberbia. La pobre e infeliz Justine era tan inocente como yo, y fue culpada de lo mismo; murió acusada de un acto que no había cometido; yo fui el culpable, yo la asesiné. William, Justine y Henry..., ;los tres murieron a manos mías.

Durante mi encarcelamiento, mi padre me había oído hacer esta afirmación con frecuencia y, cuando me oía hablar así, a veces parecía desear una explicación; otras, tomaba mis palabras como ocasionadas por la fiebre, pensando que durante la enfermedad se me había ocurrido esta idea, cuyo recuerdo mantenía incluso durante la convalecencia. Yo evitaba las explicaciones, y guardaba silencio respecto del engendro que había creado. Tenía el presentimiento de que me tacharía de loco, lo cual me impediría darle una posible explicación, si bien hubiera dado un mundo por poder confiarle el funesto secreto.

En esta ocasión, y con profunda sorpresa, mi padre me preguntó:

--¿Qué quieres decir, Víctor?, ¿estás loco? Mi querido hijo, te ruego que no vuelvas a decir semejante cosa.

--No estoy loco --grité con vehemencia-. El sol y la luna, que han presenciado mis operaciones, pueden atestiguar lo que digo. Soy el asesino de esas víctimas inocentes; murieron a causa de mis maquinaciones.

Mil veces habría derramado mi propia sangre, gota a gota, si así hubiera podido salvar sus vidas; pero no podía, padre, no podía sacrificar a toda la humanidad.

Mis últimas palabras convencieron a mi padre de que tenía las ideas trastornadas, y al instante cambió el tema de nuestra conversación, intentando desviar así mis pensamientos. Deseaba borrar de mi memoria las escenas que habían tenido lugar en Irlanda, y ni aludía a ellas ni me permitía hablar de mis desgracias. A medida que pasaba el tiempo me fui tranquilizando; la pesadumbre seguía bien asentada en mi corazón, pero ya no hablaba de mis crímenes de forma incoherente; me bastaba tener conciencia de ellos. Mediante la más atroz represión, acallé la imperiosa voz de la amargura, que a veces ansiaba confiarse al mundo entero. También mi comportamiento se hizo más tranquilo y moderado de lo que había sido desde mi viaje al mar de hielo. Llegamos a El Havre el 8 de mayo, y proseguimos de inmediato a París, donde mi padre tenía que atender unos asuntos que nos detuvieron unas semanas. En esta ciudad, recibí la siguiente carta de

Elizabeth.

A VÍCTOR FRANKENSTEIN

Mi queridísimo amigo:

Me dio mucha alegría recibir de mi tío una carta fechada en París; ya no estáis a una distancia tan tremenda y puedo abrigarla esperanza de veros antes de quince días. ¡Mi pobre primo, cuánto debes haber sufrido! Me figuro que vendrás aún más enfermo que cuando te fuiste de Ginebra. El invierno ha sido triste, pues me turbaba la angustia de la incertidumbre; no obstante espero verte con el semblante tranquilo y el ánimo no del todo desprovisto de paz y serenidad.

FrankensteinWhere stories live. Discover now