X - A POR EL CARNICERO DE FIN DE SEMANA

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La noche únicamente era desafiada por las luces de la ciudad de Dubái que, al igual que las estrellas dibujan formas en el cielo, los rascacielos, los edificios, los vehículos y los negocios bosquejaban un luminoso mar de colores que brillaba en el desierto.

Cobijados por la oscuridad y el tráfico, Francisco y Ahmed le indicaron al taxista que se detuviera delante de la casa del detective Khalil. El chalet, rodeado por una verja de hierro fundido y protegido por una cámara de seguridad, no parecía el hogar de un policía, sino más bien de un acaudalado hombre de negocios.

—Este hombre tiene el nido manchado —comentó Francisco.

—¿Y eso qué significa?

—Que no todo es trigo limpio.

—No te comprendo —comentó Ahmed mostrándose cada vez más confundido.

—Que el detective Khalil no es legal. Seguramente recibe sobornos, o extorsiona a los comerciantes, o peor aún, se dedica a quitar del medio a los estorbos.

—¿Un asesino a sueldo?

—¡Exacto! —exclamó Francisco.

El pequeño asintió ante lo evidente y le propinó una palmadita en la espalda.

—Bien hecho. Sabía que descubrirías al culpable antes que el resto de investigadores.

Francisco levantó el dedo y sacó un poco la lengua. La tontuna le machacó el cerebro durante un breve instante y le bloqueó los músculos faciales. Ni él se podía creer que se encontraban tan cerca de detener a un asesino. Cuando por fin reordenó sus ideas y reaccionó, dijo:

—Tenemos que conseguir pruebas.

—¿Quieres que entremos en su casa?

—Sí. Allí él se cree intocable y seguro. Si ha cometido un error y se ha quedado con un trofeo, seguro que lo guarda en la casa.

Ahmed echó un vistazo a su alrededor.

—¿Cómo piensas entrar?

—Por la puerta de atrás —contestó, levantando los hombros como si fuera evidente.

Ambos caminaron discretamente, o al menos eso era lo que creían, rodearon el chalet y se detuvieron cerca de la puerta trasera.

—¿Ves la cámara, Ahmed?

—Sí, ahí está, ¿cómo piensas inutilizarla?

—Con evitar que nos grabe, bastará. ¡Mira! Cogeré un poco de este barro y lo pegaré —como un parche— en la lente.

Francisco se agachó, ablandó con la mano la improvisada masilla y la estampó con precisión en la cámara.

—Ya está —dijo satisfecho.

—¡Francisco!

—¿Sí, Ahmed?

—Eso no es barro.

—¿No?

—No.

—¿Y qué es entonces?

—Me parece que es mierda de perro.

Francisco se olió la mano, repitió varias blasfemias, pateó una farola un par de veces, haciéndose daño, y se limpió la mano como pudo en unos setos.

—¿Ya? —preguntó Ahmed.

—No del todo, pero mejor me lavo las manos dentro.

—¿En la casa del carnicero de fin de semana?

Negro - Crimen en Dubái (Las aventuras de Francisco Valiente Polillas)Where stories live. Discover now