El Bosque de la Carne

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La niebla de enfermizo color rojo cubría las frías aguas como una cortina de humo mientras los mercenarios nadaban desesperadamente, huyendo de la tumultuosa estampida de no-muertos que se podía oír chapoteando detrás de ellos. Fara se movía sin saber a dónde estaba yendo, guiada tan solo por estos chapoteos y los ocasionales juramentos que alcanzaba a escuchar, incapaz de ver nada más allá de su nariz. Teofrastus luchaba dentro del bolso y en ese momento la maga pensó que quizá el hechizo del gato solo lo protegía de los efectos dañinos del agua más no evitaba que el agua entrara en este, y trató en vano de buscar la orilla con la mirada.

—¡No te alejes! —escuchó al mismo tiempo que una mano se aferraba a su hombro, y no pudo evitar gritar aterrorizada, tragando agua y pataleando inútilmente—¡Soy yo, no te asustes! —agregó la voz en tono conciliador.

Se trataba de Alegast, cuyos sobrenaturales ojos azules ahora fulguraban como dos lenguas de fuego mágico entre la niebla. El elfo convocó unas volutas lumínicas, cuatro pequeños globos de luz pálida y nacarada, que salieron de la punta de sus dedos y se movieron entre la niebla buscando a los demás. Tras él estaba Ragnarr, cuyas escamas doradas absorbían la luz de las volutas, como si el dragón estuviese repeliendo el efecto de la magia para no delatar su posición.

Como por instinto, Fara dirigió su mirada a la orilla, donde aún podía verse a la turba de zombis caminar como semovientes al lago y hundirse lentamente no más al tocar el agua.

—¡Sigan las luces! —ordenó Randall, perdido en algún punto donde la maga no podía verlo.

Fara intentó moverse, pero Alegast la detuvo asiéndola del brazo gentil pero firmemente. La chica se sonrojo y bajó la mirada, con la cabeza llena de emociones confusas que le impedían concentrarse.

—Esta niebla... no es natural —musitó preocupado Alegast—. Hay magia aquí. Demasiado antigua y perversa... debemos alejarnos de esta niebla lo más pronto posible.

La niebla de la que hablaba el elfo había aparecido justo cuando ellos tocaron el agua, como una bocanada de humo que salió de la maldita Zarc para repeler a los intrusos, pero que parecía no tener efecto en los seres vivos.

Alegast guió a la maga el resto del trayecto y pronto llegaron a la orilla opuesta del lago, donde los esperaban algunos de los mercenarios. Aunque todos estaban cansados sabían que si se quedaban quietos la hipotermia se apoderaría de sus cuerpos, así que algunos buscaban leña para montar una fogata mientras los demás miraban con recelo a las aguas, esperando a sus compañeros que aún seguían nadando y rezándole a Zoliat para que la horda de no-muertos no los siguiera.

Lo primero que hizo Fara luego de cerciorarse de que Ragnarr hubo salido del lago fue tumbarse agotada y abrir el bolso, que para su sorpresa estaba totalmente seco, con todos sus pertrechos intactos. Teofrastus salió perezosamente, estirándose y ronroneando, cuidándose de no pisar la ropa mojada de la chica.

—¿Por qué te movías tanto si no te estabas ahogando? —preguntó Fara enojada mientras revolcaba el bolso en busca de sus vestidos secos.

—Que mi pelaje hermoso mojado no esté no significa que ahogándome no estuviera, maestra Fara. Contra la humedad el conjuro me protegía más contra la falta de aire efectivo no era —refutó el gato mirándola de soslayo.

—Este bosque huele horrible... —comentó Fara, tratando de ignorar al gato.

Ragnarr se le acercó después de haberse secado enérgicamente, emparamando a todos los mercenarios, quienes le volvieron miradas de furia antes de recordar que animal era un dragón, a lo cual volvieron a sus asuntos con temor en sus corazones. Ragnarr por su parte acarició el rostro de la joven con el hocico para tratar de calmarla, pero Fara no podía dejar de pensar en ese olor nauseabundo que le producía ganas de vomitar.

Ciclo del Sol Negro I: El Creador de MuñecasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora