El elfo y la maga

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El tamaño de la llama crecía o disminuía con la agitada respiración de la joven.

—La llama debe ser controlada con tu voluntad —dijo con tono aburrido su maestro, Olibus el Grande, un mago calvo de austera mirada que llevaba el tatuaje del "ojo que todo lo ve" en su amplía frente.

La joven entonó con timidez el sencillo conjuro, una salmodia rítmica que carecía de sentido para ella. Cada una de las sílabas servía para regular la energía que alimentaba a su hechizo.

La llama se tornó más brillante y creció un poco antes de tambalear y extinguirse de golpe.

—Mediocre, como era de esperarse —la amonestó Olibus desdeñosamente—. Si no eres capaz de refinar tus conjuros nunca podrás lanzar un hechizo, por más básico que este sea.

El mago abandonó el salón farfullando furioso. Fara lo vio alejarse cabizbaja, con una mezcla de frustración e ira.

Agotada y fastidiada, ella también abandonó el aula dedicada al entrenamiento, un enorme salón en la segunda planta de la mansión de su maestro. Un par de volutas azules brillaron en medio del pasillo pero ella no les prestó atención. Ya estaba acostumbrada a ver esas cosas que los demás no podían, pero no era la única. Olibus le había dicho que la magia era azul en su forma más pura, y que solo aquellos con la capacidad de verla —uno de cada mil individuos— podían ser magos.

Antes de vivir en esa enorme mansión no era más que una simple campesina. No se consideraba alguien especial, pese a su condición de usuaria de la magia, dejando de lado el inusual color violáceo de sus ojos. Delgada, pequeña —demasiado para su edad, decían sus padres—, con el cabello rojo como el fuego que llevaba largo hasta los hombros, siempre despeinado. Vivió en la granja de sus padres durante dieciséis inviernos y su vida hubiese transcurrido sin pena ni gloria de no ser porque un día accidentalmente evocó un fuego mágico que descoloró el mechón de cabello que cubría el lado izquierdo de su rostro. Poco después apareció Olibus en la puerta de su casa, y de esa forma Fara se había convertido en la aprendiza de uno de los magos de la Cábala, el gremio de magos oficial del Imperio.

Sin darse cuenta llegó a su alcoba y lo primero que hizo fue abrir las ventanas para dejar entrar el aire frío del otoño, su favorito. Afuera todo era oscuridad, salvo en el muro exterior, donde antorchas crepitaban en la cima de las torres de vigía. Pese a estar bien entrada la noche su cama se encontraba imperturbada. A un lado de ésta su escritorio estaba abarrotado con tomos de teoría arcana, diagramas de energía, guías de entonaciones, pilas de hojas llenas de anotaciones, y una lampareta —una esfera de bronce bruñido del tamaño de un puño, brillante con luz propia y apoyada en un sencillo pedestal— iluminaba con luz rojiza su pálida piel blanca. Una segunda lampareta, más grande y luminosa, colgaba del techo de la habitación mediante una cadena de hierro.

Se encontró observando en dirección a las montañas de la Cordillera del Dragón, que a esa hora se asemejaban a una enorme muralla negra perdida en la distancia, mientras jugueteaba inconscientemente con el mechón descolorado —de color blanquecino, que resaltaba con el rojo fuego del resto de su cabello—. Por una extraña razón le parecía que esas montañas eran enigmáticas y hermosas, y deseaba con todas sus fuerzas ir a la cima de la más alta de todas.

A muy temprana edad había despertado su interés por los viajes y aventuras, cuando en lugar de jugar con los demás niños del pueblo se deleitaba con las historias de los bardos y los soldados veteranos de una guerra que había asolado el Imperio desde antes de que ella naciera. Su sueño de la infancia fue vivir sus propias aventuras, viajar a lugares místicos, librar épicas batallas y eventualmente, como ellos, narrar su propia historia. Pero, ¿cómo iba a hacer todo eso cuando ni siquiera era capaz de evocar el más sencillo de los hechizos? La frustración hizo que sus ojos se poblaran de lágrimas.

Ciclo del Sol Negro I: El Creador de MuñecasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora