Voces huecas

966 20 11
                                    

Primer capítulo

Resumen: Emmanuel Mártiz ha vivido con jaquecas cada día de su vida desde el suicidio de su madre. De camino al trabajo conoce en el subterráneo a un extraño hombre que le ofrece unas pastillas especiales para acabar el dolor. La primera, que acepta creyendo que será una especie de broma, es gratuita. Tras comprobar sus efectos milagrosos, Emmanuel vuelve a encontrar al hombre pero esta vez habrá un precio a pagar. Un precio quizá demasiado alto que acabará afectando más de una vida. 

"Va a ser un conejo", pensó Emma parándose en la escalera eléctrica del subterráneo. No sabí­a por qué esa idea. Simplemente le parecía que hoy tocaría un conejo, aunque la verdad estarí­a contento con cualquier otro animal escogido. Con cualquier imagen. Incluso un simplón corazón falto de buenas proporciones, como ya sucedió una vez. Desde hacía una semana que no veí­a nada en la pared.

A esas horas de la mañana la luz ya era insoportable. Comparada con la opacidad verdosa de afuera, aquel blanco deslumbrante que se presentaba sin tregua era un golpe violento para los ojos en general. Inclinó la cabeza, ocultándose en la capucha reflectante de interior negro, y aun así­ percibió la insidiosa punzada entre los párpados entrecerrados. ¿Qué podía hacer sino apretar los dientes con una mueca? Lo mismo todos los días, pero especialmente irritante hoy. La noche anterior la jaqueca le impidió completar el sueño y este todaví­a estaba pegado a sus miembros, queriendo arrastrarlo por el suelo.

Los anuncios reaccionaron a su presencia. Las mujeres movieron sus caderas, extendieron brazos, exhibiendo nuevos pantalones o camisetas de colores chillones. Los hombres se agachaban, cual niños traviesos mirándote desde arriba, para sonreí­r mientras mostraban las perfectas zapatillas en promoción. Uno de esos sin nombre guiñaba el ojo ante cualquier cosa que activara su sensor de movimiento, haciendo un sutil giro de cintura que ponía en evidencia la redondez de sus nalgas cubiertas por una nueva marca. Las primeras veces a Emma le pareció coqueto, que incluso destilaba simpatí­a en el gesto, algo raro entre tanta mirada distante. Luego, tras días y días de pasar en frente, se convirtió en otro adorno de la pared. Ya no lo notaba ahí.

De todos modos sólo le interesaba ver una cosa.

Nadie sabía cómo se llamaban en realidad. En su única mención en los noticieros, validando su novedad, se los denominó Las Ranas de Tierra y así permaneció. El curioso mote tenía dos motivos claros: por un lado, porque ese fue el primer dibujo en aparecer en los subterráneos y, por el otro, porque la tierra era su instrumento de arte. En aquel reportaje se aseguraron en especular ampliamente acerca de la identidad de estos criminales que se atreví­an a mencillar la pureza de cada estación subterránea. La falta de materiales tradicionales podría señalar gente de pocos recursos, cuyas cuentas bancarias carecían tanto del dinero para poder costeárselas como sus bolsillos del certificado para crear arte que sólo el Ministerio de Arte tení­a autoridad de entregar. Pero la tierra, justamente la tierra limpiada y usada como lienzo sobre el que arreglar sus formas, les desconcertaba. Sólo viajando a paí­ses por desarrollar o aquellos pocos permitidos para mantener reservas naturales era posible encontrar semejante elemento. ¿De dónde la sacaba este grupo que trabajaba en un momento indeterminado de la noche y nadie parecía ver?

Lo peor, sin embargo, era la rana. La forma en que escogieron mostrarla. Simple, redonda, sentada sobre sus gordas ancas y la boca abierta para hacer contacto de lengua con una mosca que pasaba por el cielo, una afrenta directa y clara hacia el querido símbolo de Anonymous (Anon, para la mayoría). La forma caricaturesca con la que Anon se presentaba en ciertos programas infantiles y escuelas no dejaba lugar a dudas. A partir de ese primer evento, la seguridad en los subterráneos pretendió ser reforzada: guardias en cada entrada, bien erguidos en sus uniformes celestes pastel, cámaras conectadas directamente a la policía, códigos requeridos para entrar fuera de horario. Todo inútil, al parecer, porque unas semanas más tarde varios perros sonrientes de color marrón le dio los buenos dí­as a Buenos Aires. Globo de diálogo incluido. Letras tan rectas que parecían haber sido tranquilamente trazadas con regla.

Voces huecasWhere stories live. Discover now