Introducción

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Como cada mañana, metódico como un relojero, preciso como el mismo reloj en las manos de ese metódico relojero; Javier se sentaba en el escritorio de su despacho, miraba la habitación y comprobaba que todo estaba igual, tal y como a él le gustaba. La silla en su lugar bajo la mesa de caoba, la máquina de escribir cubierta con la tela antiadherente de color rojo burdeos y la contra entreabierta.

La ventana de cristales biselados y contras de madera roja era su único espacio abierto al mundo, lo único que se permitía en sus largos encierros organizados para escribir la novela en curso. En la parte baja de la casa, a la vista de esa ventana, la rompiente se hacía espuma debido a las olas poderosas que el Océano traía de la misma forma metódica que el relojero reparaba el preciso reloj. Así se pasaba cinco minutos en estado semivegetativo viendo cómo rompían las olas, viendo cómo se iba la mar de nuevo hacia dentro mismo del Océano. Metódica como una relojero.

A Javier le gustaba escribir a máquina pues denostaba los aparatos informáticos y más los procesadores de texto que subrayaban los errores ortográficos o las erratas. Más allá de los errores comunes de toda corrección mecánica le inquietaba las correcciones certeras, ese inútil subrayado en rojo que ya sabía que estaba mal, No tenía la más mínima intención de privar de empleo y sueldo a los correctores de la editorial pues sabía a ciencia cierta que su labor no era la de un gramático sino la de un creador.

En ocasiones le gustaba jugar con la ortografía y emplear dobles sentidos en sus frases para tener algo que discutir con este o aquel corrector que la editorial le hubiese asignado como "sparring" de ese combate que estas tienen con sus mejores escritores. "Caprichos de un escritor consagrado", comentaba cuando alguien le hacía ver la maldad de ese comportamiento. Él sabía que los becarios se lanzaban a degüello de cualquier corrección con la intención de demostrar sus conocimientos y valía. Así, presumía Javier, de ahormar al toro bravo: si aprendían la lección, al poco se volvían humildes en sus expresiones y negociadores en su posición, dejando la última palabra a quien le da de comer.

En caso contrario, cometían dos típicos errores: o bien se empecinaban en mantener su postura a costa de todos - poco duraban en la empresa, pues un pequeño ataque de soberbia los ponía de patitas en la calle - o bien se volvían sumisos y temerosos. En ese caso era Javier mismo el que decidía el poco valor que tenía ese muchacho atemorizado de perder su puesto de trabajo: "Quien teme perder su puesto, ya ha perdido su trabajo", solía repetir duro y metálico cuando alguien le afeaba algo la conducta.

Así era Javier cuando escribía, preciso y metódico como un relojero; ajustado a la hora como el reloj de un buen y profesional relojero.


El encierro del escritorWhere stories live. Discover now