Preguntas incomodas

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La habitación de Keira seguía intacta, a pesar de que llevaba tiempo sin vivir con sus padres. Cada rincón estaba cuidado como cuando aún dormía ahí; era como si el tiempo no hubiera pasado.

Se dejó caer en la cama, cerrando los ojos por un instante. Por unos minutos volvió a ser la niña que tenía su lugar seguro. El peso de la bata blanca y la responsabilidad de las vidas a su cargo se evaporaron por un rato.

Despertó alrededor de las dos de la tarde. Se dio un baño relajante y, al salir, eligió un vestido de tarde.

El vestido era strapless, ajustado en la parte superior y con una falda suelta de estampado floral que se movía con cada paso. Los tonos cálidos de las flores sobre el fondo oscuro resaltaban con delicadeza contra su piel.

No llevaba más sobreprenda que la seguridad de su propio porte: los hombros y clavículas quedaban al descubierto, dibujando una silueta limpia y femenina.

Completó el conjunto con unas zapatillas de plataforma color arena, que alargaban su figura y le daban un aire moderno, entre lo casual y lo elegante. Su cabello caía en ondas suaves, castaño profundo con destellos de avellana y miel que atrapaban la luz en cada movimiento, regalándole un aire cálido y sofisticado.

Al bajar al jardín, Keira encontró todo listo. Las mesas estaban decoradas con bocadillos y arreglos sencillos, mientras su madre ajustaba los últimos detalles en la disposición de los asientos.

Cuando la vio, su madre alzó una mano, haciendo un gesto como si la midiera de pies a cabeza.
—Te ves perfecta, mi amor.

Keira sonrió, siguiéndole el juego.
—Descansada, claro que me veo perfecta.

—Imposible que toda esa belleza la guardes solo para ti —respondió su madre con picardía.

—Ay, mamá, no empieces con eso... —Keira bajó la mirada, divertida.

Desde atrás, su padre se acercó y le rodeó los hombros con un brazo.
—Una stella como ella no puede ser alcanzada por los mortales —dijo con tono solemne—. Es mejor que la admiren desde lejos... no sea que me la vayan a apagar.

—Bueno, tendrá que ser astrónomo —bromeó su madre—, porque mi niña tiene un corazón enorme como para tenerlo guardado.

—Mejor aún, nos toca más amor a nosotros —añadió su padre, dándole un beso en la mejilla a Keira.

Los invitados comenzaron a llegar: viejos amigos de sus padres con quienes solían reunirse en este tipo de comidas. La tarde avanzaba entre risas, copas servidas y el murmullo de conversaciones animadas.

No pasó mucho antes de que surgiera el comentario inevitable. Una de las amigas de su madre, con tono entusiasta, preguntó:

—Nerai, ¿cuándo te vas a casar? Creo que ni siquiera te conozco novio... ¿o sí tiene? —miró a su madre, esperando una respuesta.

—No, no tiene —contestó ella con serenidad.

La mujer abrió los ojos con sorpresa y un destello de emoción.

—¡Mi hijo! ¿Lo recuerdas? Adán. Está por terminar su maestría y pronto volverá a casa.

Keira solo la observó con una sonrisa educada, aunque un poco cansada. Sabía perfectamente hacia dónde se dirigía aquella conversación.

—Está en Londres, ¿cierto? —preguntó su madre, por cortesía.
—Sí, sí —respondió la mujer, entusiasmada—. Maestría en arquitectura y diseño urbano.

En su mente, Keira comparó sin querer la imagen de un hipotético arquitecto con la de un anestesiólogo de mirada intensa y apellido de poeta maldito, y encontró la diferencia absurdamente cómica.

La mujer seguía entusiasmada hablando de su hijo cuando la mamá de Keira volteó a verla con una sonrisa.
—Un arquitecto con maestría... suena muy bien, ¿no?

Keira solo la miró y rió suavemente.
—Creo que iré un rato con papá.

Ese simple gesto bastó para marcar el cambio de conversación; su madre ya sabía que a Keira no le entusiasmaba la idea, aunque a ella se le había quedado la ilusión de tener un arquitecto en la familia.

—¿Qué pasa, stellina? —preguntó su padre, rodeándola con un brazo.

—Nada, solo vengo un rato con ustedes —respondió, refiriéndose a él y a su grupo de amigos, que conversaban cerca.

Uno de ellos tomó la palabra:—Keira, nos cuenta tu padre que estás trabajando de noche en el hospital más grande de la ciudad

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Uno de ellos tomó la palabra:
—Keira, nos cuenta tu padre que estás trabajando de noche en el hospital más grande de la ciudad. Felicidades.

—Gracias, mi esfuerzo va dando frutos -contestó con una sonrisa discreta.

—¡Claro! Y además tienes un consultorio privado —agregó otro—. Tom, tú y Gaby han criado a una mujer sorprendente.

—Sono d'accordo —asintió su padre con orgullo-. Aunque no todo es mérito nuestro. Ella brilla por sí sola.

La plática siguió, ligera y animada, mucho más amena que la que había tenido en la mesa con las amigas de su madre. El velo oscuro de la noche ya cubría el cielo, y las risas y comentarios se esparcían por todo el jardín como un eco de hogar.

De pronto, el celular de Keira sonó sobre la mesa. Frunció el ceño al ver la pantalla. No era un número cualquiera; el número interno de la central de enfermería del hospital.

—¿Qué pasa, mi amor? —preguntó su madre, inclinándose hacia ella.

Keira tragó saliva.
—Es del hospital.

Jaque a medianoche Where stories live. Discover now