Juicio divino

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IX:

JUICIO DIVINO


Cuando el día de la partida llegó, Irgan había tomado una decisión. Se levantó temprano, y acompañado de su maestro y los guerreros que llegaron con este, se encaminó hasta la salida, rodeada por una buena parte de los habitantes de Infierno. Estos, pendientes de cualquier movimiento, contenían el impulso de lanzárseles encima, pero entendían que sería una pérdida. El precio por salvar la vida de Irgan era alto, necesitaban los materiales y especias que esos hombres traerían la próxima vez, así había funcionado su alianza en muchas ocasiones, con distintos tratos.

―No olvides tu promesa, Yoka ―dijo Mayul, hablando por todos.

Dirigió una mirada hacia el aprendiz, pero no dijo nada, tan solo miró a su hijo, quien pestañeaba más rápido de lo común. Una señal que le conocía bien.

―No me hables, mujer ―soltó el mentado, causando un desagrado grupal.

―Maestro, aún hay algo que quiero rogarle ―pidió Irgan, luego de dos pasos hacia el desierto―. Por favor, escúcheme ―suplicó, en cuanto notó la molestia en el gesto contrario.

Se arrodilló antes las miradas curiosas, y bajó la cabeza en símbolo de rendición total.

―He sido su alumno desde mi nacimiento, y usted me ha enseñado casi todo lo que sé.

―Todo lo bueno, sí ―interrumpió.

―Pero debe reconocer que también he sido yo un aprendiz ejemplar, y le he seguido aun cuando no estaba de acuerdo, incluso si tenía miedo, porque confío en usted, en su integridad, y creo que todo lo decide por una razón. ―Irgan apretó el agarre que mantenía en sus manos, buscando fortaleza para continuar―. Maestro, si he sido digno de usted, por favor, déjeme llevarlo conmigo.

―¡No puedes llevarlo! ―saltó su maestro, tal y como si hubiera esperado la petición.

―¡Pero, maestro! ¡Tan solo es uno, solo él que no tiene la culpa de nada! ―Irgan apretó su quijada con una mordida―. ¡Padre! Es tu hijo quien lo pide.

―Porque eres mi hijo te perdono la humillación de lo que me pides. ¿Es que no lo entiendes? ―preguntó Yoka, con un tono cargado de despecho―. Uno solo. Con solo uno Paraíso no volvería a ser el mismo. Si solo aceptas a uno tienes que aceptarlos a todos, ¿eso es lo que quieres, acaso, ver a nuestro paraíso convertirse en un infierno? Los he mantenido lejos de él por esto, a ti y a los habitantes de Paraíso. Porque son nobles, creen que alguien que parece una buena persona lo es. Juzgan por la convivencia y no por las normas que Dios nos ha dejado, y luego se sorprenden cuando se dan cuenta de que lo diferente siempre lleva consigo un precio, por eso la mayoría sigue un igual. Pero ellos, descarrilados, no han seguido el único camino correcto y han pagado por ello.

»He tratado con todo mi empeño de mantenerlos lejos de estos. Todo el arte que colgamos, traté de darles una idea del miedo que sentirían si estuvieran encerrados aquí, de por vida, ignorados por los ojos de Dios. Cuando descubrí que no era suficiente con hablarles de lo bueno que nuestro Señor nos daría me di a la tarea de enseñarles lo doloroso que sería lo contrario. Porque el miedo es el único medio para enseñar al hombre bueno, que entre su inocencia piensa que todos somos iguales.

»Irgan, este es el momento más importante de tu vida, hoy tendrás una prueba más dura que cualquier otra, y espero firmemente que lo que te he enseñado resuene en tu carácter. Tienes que dejarlo ir, como hombre bueno que eres, no debes dejar que esto que crees haber vivido nuble tu buen juicio. Te lo preguntaré ahora Irgan, y no volveremos a hablar del tema: no puedes llevarlo, solo uno y Paraíso dejará de ser nuestro cielo en la Tierra. Solo un es suficiente para marchitarlo todo. La maldad avanza rápido porque el bien es precavido. ¿Has entendido?

―Nunca han sido más claras tus palabras, padre.

―Bien, entonces levántate, limpia y olvida.

Irgan se levantó y limpió la suciedad en su ropa. Luego miró las diez espaldas delante de él, y se volteó para ver los incontables rostros mirándolo sin una emoción específica. Pero a él solo le importaba una, solo necesitaba esa. Y ahí estaba, tan calma como siempre, aun si lo dejaba atrás. Oasis sonreía con pena, como no quería que sonriese nunca más.

Caminó tres pasos, después corrió, rápido, tan rápido como siempre había sido.

Y cortó.

Fue una tajada limpia, perfecta, la cual dejó una línea recta un poco debajo del codo. Por unos segundos no sangró, porque el tiempo se había detenido, pero Yoka perdió el control de su cuerpo y cayó al suelo. No entendió por qué hasta que trató de colocar sus manos para evitar el golpe directo a su cara y terminó apoyando la carne viva sobre el suelo de arena y tierra combinada. La sangre se escurrió rápido, pero sus ojos muy abiertos solo miraron incrédulos, exorbitados, cómo después del codo su miembro ya no estaba.

No gritó, quiso, pero olvidó cómo. Sus ojos queriendo salírsele de las cuencas enfocaron la imagen altiva de su hijo, quien apuntaba el filo de su arma a los otros guerreros.

―Padre, eres quizá el hombre más importante de Paraíso, y la tradición dicta que si algo llegara a pasarte yo seré quien tome las riendas del lugar, caso en el cual creo que haré algunas reformas. Pero puedes también aferrarte a la vida, dejar que te curen y poner un pie en Paraíso, ¿recuerdas lo que me dijiste? Si uno entra, lo hacen todos.

»Entonces, decide, padre, con la tranquilidad de que, sea cual sea tu decisión, el resultado será el mismo.

―¿Por qué? ―susurró Yoka, apenas recobrando una parte de su cordura. Trató de mirar el rostro de su hijo, pero la luz del sol se lo impidió―. ¿Por qué me haces esto?

―No he sido yo, padre. Dios es quien te ha juzgado.

La sociedad de los deformesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora