Chanchos viejos y ranas jóvenes

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IV:

CHANCHOS VIEJOS Y RANAS JÓVENES


Por las tardes, a Oasis le gustaba jugar en un lodazal que él mismo había construido. Se había encargado de narrarle orgulloso la odisea por la que se vio obligado a atravesar antes de hacerlo, entre pedirle a Mayul permiso y encontrar un sitio adecuado para que nadie cayera adentro. No era muy profundo, el chico había cavado un ovalo, llenándolo luego con agua que llevó de la fuente (algo que le resultaba sencillo, dado que podía levantarla en el aire y moverla durante muchos metros). Para concluir, solo mezcló la tierra suelta con el líquido dentro del hoyo.

Utilizaba magia para evitar que se endureciera; disfrutaba de asistir puntualmente al menos tres veces a la semana, algo que al mayor le habría parecido una barbaridad el primer día, pero cuando lo descubrió lo entendió como algo normal. En Paraíso, los chicos que estaban cerca de alcanzar los dieciocho años aprendían sobre diversos tipos de arte, viajaban para conocer palacios de otros reinos e instruirse. Comparando las situaciones, resultaba obvio el por qué Oasis había buscado una fuente de entretención, por muy sucia que esta fuese.

―Pareces un cerdo ―soltó al verlo ensuciarse hasta las rodillas y los codos.

―¿Qué es un cerdo? ―cuestionó con legítima curiosidad.

Oasis se arrodilló ante una roca, mirando a los ojos a una rana acostada sobre esta, la cual turnaba la mirada de él hacia Irgan.

―Un cerdo es como un perro, ¿hay perros aquí, cierto? Pues es como un perro gordo, con las patas cortas, como las de una gallina.

La única mano de Oasis no logró alcanzar al animal antes de que este saltara hacia otra roca dentro del charco. El chico suspiró, pasándose la muñeca de su brazo completo sobre la frente, ensuciándola más de lo que antes estuvo.

―Eso suena cómico, no me imagino un animal así. ¿Son lindos?

Irgan pestañeó confundido.

―No lo sé, nunca me he puesto a pensarlo. Pero saben bien.

―¿Te los comes?

―¿Qué no es obvio?

Oasis levantó la vista al cielo, como leyendo algo entre las nubes.

―Estás hablando de un chancho.

―¿Chancho? ―repitió Irgan―. Suena a como ustedes les llamarían. ―Mostró un deje de pedantería en su tono, que notó hasta que las palabras ya habían llenado el aire.

―¿Como nosotros les llamaríamos? ―Oasis pareció mortalmente ofendido―. ¿Ahora sabes mucho de nosotros? ―Observó a la rana, como si estuviera conversando entre miradas con ella―. Tú qué vas a saber.

Nada, pensó Irgan, cuando llegué aquí sabía de todo, y ahora no sé nada.

―No debí hablar así de ustedes ―se disculpó. No porque lo creyera un asunto del que dependiera su relación, pero sí porque desperdiciar tiempo en resquemores infantiles no iba a ayudarlo a salir victorioso en ese momento de su vida. Lo que fuera que eso significara... y si es que aún existía la posibilidad de salir victorioso.

Oasis entrecerró los ojos, formando con sus labios un montón. Después, sonrió con petulancia y aceptó su disculpa, algo que hirió considerablemente el ego de Irgan, quien no acostumbrado a pedir disculpas, menos gustaba de sentirse engañado.

―Me gustaría oír de Paraíso ―pidió Oasis, ahora entretenido formando circunferencias con su mano derecha en el lodo, quizá apenado por su atrevimiento―. Es decir, me gustaría oír de Paraíso con las palabras de alguien que vive ahí, no lo que otros dicen.

―¿Qué te han dicho de Paraíso?

No contestó, se quedó mirándolo unos segundos para luego sonreír quedo y correr tras la rana. Corrió tan rápido que se vio escapando junto a esta, dejando un par de ojos sorprendidos tras de ellos.


Estar junto a Oasis la mayor parte del tiempo desataba en Irgan pensamientos y emociones las cuales comenzaban a asustarlo. Durante las noches, cuando había demasiado silencio para pensar, esos sentires se transformaban en horror, cubriéndolo como con una manta negra, tan ligera que se escurría entre la piel y llegaba a los huesos. En ocasiones, después de un sobresalto, se sentaba en la cama a cuestionarse qué pasaría con ellos al concluir sus semanas de estadía. ¿Qué pasaría con Oasis? ¿Se quedaría estancando ahí durante toda su vida y envejecería sin conocer nada más que los pocos kilómetros de su extraño hogar? No quería pensarlo, el imaginar cómo los años arrugarían su piel y sus pies comenzarían a trazar círculos y círculos sobre él mismo, hasta que un día solo se quedara sentado, mientras pensaba en lo que podría haber sido, era una imagen tan cruel como desesperanzadora. Y mientras más lo pensaba, más la idea de injusticia le carcomía por dentro.

Y lo que más le dolía era que ya no se fiaba de que su maestro fuese a ser capaz de alivianar sus dudas. Empezaba a temer a la soledad arrolladora que sobrecoge al alma cuando ya no se está seguro de nada.



La sociedad de los deformesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora