Desde donde Afrodita se encontraba se dio cuenta de que Hera y Ares parecían estar diciéndole algo a Hefesto, puesto que sus labios se movían, pero Afrodita de inmediato se dio cuenta de que el dios del fuego los estaba ignorando deliberadamente.

Extrañada, frunció el ceño y aguzó el oído, tratando de separar lo que fuera que Hera y Ares decían del murmullo de todos los demás dioses.

Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que no era nada que mereciera ser escuchado o reproducido. Se trataba, ni más ni menos, de las típicas burlas y comentarios mordaces que Hera dejaba caer sobre su hijo menos afortunado, aunque ahora estaba respaldada por Ares, quien hacía otro tanto.

Sinceramente, Hefesto no parecía molesto por ello, sino que parecía que simplemente los obviaba en su totalidad, su atención vuelta hacia algo que sin duda sería más productivo que los comentarios hirientes de su familia materna. Sin embargo, algo en toda esa imagen enfurió a Afrodita enormemente.

No era que sintiera que su marido no pudiera defenderse solo; hacía más de tres mil años que escenas como ésa se repetían y sin embargo, no fue sino hasta entonces que Afrodita se sintió ofendida por ellas. ¿Que una mujer vestida tan paupérrimamente podía intimidar a un hombretón de casi dos metros de estatura?

Quizá se trataba sólo de había sido un mal momento para que escuchara algo así, o quizás era simplemente que la diosa del amor no se encontraba en el mejor de sus humores, pero sin poder evitarlo se adelantó con paso decidido hacia donde se encontraban la reina del Olimpo y sus hijos.

–¡Suficiente! –gritó, interrumpiendo las risas burlonas de ambos dioses, que se volvieron para mirarla con extrañeza, lo mismo que el propio Hefesto, que finalmente apartó la llave inglesa de sus ojos.

–Afrodita, cariño –murmuró Hera mientras le sonreía con sorna; la otra diosa resistió las ganas de rodar los ojos con desprecio; odiaba que Hera se comportara así, como si fuera mejor que los otros sólo por el hecho de estar casada con Zeus, hacía que le entraran ganas de recordarle que era ella, Afrodita, la más antigua de todos los dioses–. ¿Qué te trae por aquí?

–Dije que suficiente, Hera –siseó ella, sus perfectos labios formando las palabras con toda claridad–. Suficiente de ustedes dos matando el tiempo de esta manera tan vacía.

Un ligero deje de confusión brilló durante un momento en los ojos de Hera hasta que volvió la vista hacia Hefesto y luego nuevamente a Afrodita.

–Pero, cariño –inquirió con una voz tremendamente empalagosa–, ¿es esto lo que me parece que es? ¿Estás defendiendo a... esto? –masculló despectivamente mientras apuntaba a su hijo.

¿Defender a Hefesto? ¿Era eso lo que estaba haciendo? Probablemente, pero la verdad era que no estaba demasiado interesada en lo que hacía, y no le interesaba que Hera lo definiera. Simplemente lo estaba haciendo y eso era todo.

–Lo que esté haciendo no tiene importancia, Hera querida –dijo aterciopeladamente.

Los orbes de la diosa se dilataron un poco mientras un brillo divertido iluminaba sus ojos.

Ares pareció a punto de decir algo, pero su madre lo cortó casi con brusquedad.

–Afrodita, cariño –murmuró Hera con falsa hospitalidad–. ¿He oído bien? ¿Estás arriesgándote a una enemistad conmigo por defender a alguien que te obligó a casarte con él?

Por un segundo una expresión de sorpresa cruzó las facciones de Afrodita, crispando su ceño, pero se repuso de inmediato, sonriendo encantadoramente en su lugar.

–Hera, querida –dijo con falsa compasión en su voz–, si mal no recuerdo deberías de estar agradecida de que contrajera matrimonio con tu hijo porque de lo contrario seguirías atada a tu trono, ¿no es así? ¿O es sólo la memoria que me falla?

Un destello de furia cruzó el rostro de Hera; la expresión de la diosa probablemente habría amedrentado a cualquier otro dios, pero no a Afrodita, quien se limitó a sostenerle la mirada y devolverle una igual de retadora. Sinceramente, con esa sombra de ojos y ese labial mal aplicado Hera no podía menos que darle lástima.

–Algo incómodo de recordar, ¿no es así, Hera? –siseó Afrodita en una voz sorprendentemente suave, si es que esas dos palabras podían ir juntas.

Hera le lanzó una mirada fulminante que probablemente quería parecer una advertencia, pero Afrodita simplemente la ignoró, limitándose a parpadear con fingida inocencia.

–No tienes ojo para el verdadero valor, Hera –dijo, repentinamente seria–. Me temo que cualquiera que haya atado a la reina del Olimpo a su propio trono tiene talento en lo que sea que hace, ¿no te parece? No tienes ni idea del tipo de persona que es tu hijo, ¿sabes? Y me alegro mucho de que sea un completo opuesto a ti.

Hera entrecerró los ojos aún más, mirándola con algo que quería asemejar odio, pero que Afrodita sencillamente ignoró.

Ares por el otro lado parecía bastante dispuesto a decir algo, aunque por el momento se limitaba a mirar a Afrodita con extrañeza como pensando "¿qué demonios estás haciendo?". Afrodita simplemente le lanzó una mirada que bastó para que se abstuviera de decir nada en voz alta.

–Además, Hera querida –continuó Afrodita con una voz cargada de un fingido aprecio–, te recuerdo que pude haberme negado a casarme, y, de haberlo hecho, seguirías atada a un trono de oro. Parece una manera bastante patética de vivir, ¿no crees?

Ares dio un paso al frente, pero esta vez fue su madre quien le lanzó una mirada que probablemente quería decir «Cállate, yo me encargo», y el dios de la guerra se vio obligado a retroceder nuevamente.

A Afrodita no le tomó más de diez segundos el darse cuenta de que esos dos no tenían nada bueno que decir, si es que lo habían tenido en algún momento, así que finalmente se volvió hacia Hefesto, quien había permanecido perfectamente callado durante el intercambio de palabras de los otros dioses, como si no estuviera al tanto de que estaban hablando de él o como si lo estuviera ignorando deliberadamente, aunque después de tres mil años de conocerlo, Afrodita podía notar el deje de sorpresa que brillaba en sus ojos.

–Ahora si nos disculpan –dijo ella, en una voz exageradamente amable mientras tomaba la enorme mano de Hefesto entre las suyas, pequeñas y agraciadas–. Cariño, ¿nos vamos?

Ahora con un brillo de confusión en los ojos, Hefesto inquirió qué era lo que estaba tramando con la mirada

–¿Nos vamos? –repitió Afrodita dulcemente, parpadeando con sus hermosos ojos violáceos.

Con un ligero asentimiento Hefesto la siguió mientras se perdían entre la multitud de dioses que pululaba en el Olimpo, mismos que apenas y se habían dado cuenta de lo que ocurría a escasos metros de ellos, aún tomados de las manos lo que, extrañamente, no parecía incomodar a Afrodita.

No fue sino hasta que estuvieron prácticamente del otro lado de la habitación que Hefesto se atrevió a hablar de nueva cuenta.

–Lo que hiciste antes –empezó torpemente–. Yo... Gracias.

Afrodita detuvo su andar para volverse a mirar a su esposo. No era ningún secreto que Hefesto no destacaba precisamente por su capacidad en la oratoria, y a Afrodita no le costó más de tres segundos darse cuenta de lo mucho que el pobre hombre se estaba esforzando por encontrar las palabras para expresarse. Sus ojos se suavizaron de inmediato, mientras una sonrisa llena de afecto aparecía en sus labios.

–Lo decía en serio –aseguró suavemente mientras se veía obligada a pararse de puntillas para besar a Hefesto en la mejilla.

Sí, quizás no había elegido con quién contraer nupcias, y era más que probable que de haber podido hacerlo no hubiera elegido a Hefesto, pero de eso hacía tres mil años, y Afrodita no se caracterizaba precisamente por guardar rencores.

El amor era así, al fin y al cabo; espontáneo, sin planes, inopinado, sin premeditación, y aunque quizás nunca amara Hefesto en el sentido romántico de la palabra, a lo largo de los siglos había aprendido a apreciar los pequeños detalles que él tenía para con ella, y había terminado por sentir afecto por él.

Porque el amor era así al fin y al cabo. Y de la misma forma, así era ella; impredecible, espontánea.

Así que díganme... ¿qué les pareció?

El amor era asíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora