Capítulo I

902 89 46
                                    

Init

Sye bailaba en el ojo de la tormenta.

Se movía con gracia sobre el borde de una espada que cada vez lucía más y más afilada.

No estaba asustada, ni siquiera preocupada, pero no era tonta y sabía que, si continuaba jugando con fuego, terminaría por quemarse las yemas de los dedos.

En aquel pueblo había ya demasiados rumores sobre ella. Revoloteaban a su alrededor como buitres hambrientos.

Versaban sobre la extraña manera en que había sanado al hijo del alcalde de las fiebres que lo habían aquejado por varios días. En murmullos, aseguraban que la mujer de uno de los leñadores la había visto hablar sola y en un idioma desconocido cerca del pozo que abastecía a la pequeña localidad.

Palabras como aquellas se esparcían como el fuego en paja seca. Igual de rápidas. Igual de peligrosas.

Cada vez que Sye caminaba por alguna de las angostas y polvorientas calles de aquella tierra rojiza tan característica del sur de Yrdi, las conversaciones se detenían y los pueblerinos la miraban con rostros cada vez más hostiles. Cuando ella pasaba, los susurros a sus espaldas crujían como leña que arde.

Era, en definitiva, hora de irse.

Sye sabía que no faltaba mucho para que comenzaran a escupir al verla pasar y trataran de apresarla, juzgarla y después quemarla en una pira. Por ello, se había tomado la tarde para guardar sus pocas pertenencias en un bolso de viaje y planear la huida.

Se había aburrido bastante después de eso, pero había esperado pacientemente.

No fue sino hasta bien pasada la medianoche, cuando los sonidos de la posada en la que se alojaba murieron por completo, que volvió a salir de la habitación que había rentado.

Se abasteció de provisiones en la despensa.

Tomó pan y queso, una manzana y un odre de agua, un par de bollos pequeños, algo de carne seca al sol, un par de zanahorias y un saquito de sal especiada. No se privó de tomar unas cuantas monedas de un frasco grande que se hallaba escondido detrás de los costales de harina y, antes de marcharse, tomó también un tarrito de nueces y un trozo grande de tarta de fresas que tenía pinta de haber sido horneada aquella misma noche.

No se sentía culpable. Aquel pueblo le debía mucho más que el valor de aquellos artículos.

Si no hubiese salvado al engreído mocoso y no se hubiese tomado la molestia de poner aquellos polvos de limpieza en el pozo, la temible fiebre de lúars habría diezmado la población en cuestión de semanas.

Sin embargo, aquello era algo que nadie entendería y ella tampoco se molestaría en tratar de explicar.

La puerta de la posada se hallaba cerrada con un enorme barrote de hierro y asegurada con un candado. Abrirla habría provocado suficiente estruendo como para despertar al pueblo entero, por lo que Sye subió de nuevo las escaleras hasta la habitación. De paso, se llevó también un par de velas y el paquetito de cerillas que había sobre la mesita junto a la cama.

Luego de echar un vistazo por la habitación en una infructuosa búsqueda de algo más que pudiese serle útil, abrió la ventana. Apenas hizo ruido, pero, de todos modos, se tomó unos segundos para escuchar con atención hasta asegurarse de no haber despertado a nadie.

El viento de la noche era frío y le azotó la cara.

Sye puso un pie sobre el marco de la ventana, y luego el otro. Acuclillada en el borde, notó que el segundo piso de la posada era más alto de lo que le había parecido en la tarde. Se le encogió un poquito el estómago. Cerró los ojos, inspiró hondo y se dejó caer, agarrando fuertemente el bolso para que sus contenidos no terminaran volando por los aires.

La Sombra del FuegoWhere stories live. Discover now