Segunda parte: El escape

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Capítulo cuatro: El hospital.

La unidad médica para enfermos mentales de la ciudad de Aguas Rojas se encontraba a orillas de la autopista con rumbo a la ciudad de Nuevo Sol. Era un complejo mediano, con una pequeña sala de urgencias médicas en la entrada, del lado derecho; un ala recreativa en la parte posterior que contaba con un jardín en el que los internos con buen comportamiento se paseaban para distraerse de su rutina diaria, había también en el lado izquierdo del plantel una sección específicamente creada para los internos conflictivos y más peligrosos, espaciosa y con celdas enfiladas en un pasillo, con vidrios templados que permitían una visibilidad del paciente; contaban con un fregadero, una regadera y una cama de concreto, divididas por una pequeña pared de cemento, para mantener la privacidad del recluso al momento de realizar sus necesidades fisiológicas.
El pasillo se iluminaba con lámparas blancas cilíndricas, y contaba además con un cuarto acolchado al final; eran seis celdas, de las cuales tres estaban desocupadas, y justo la última albergaba al interno 5867, Alfred Santos.
Ese lugar era apodado como "El Infierno", ya que la mayor parte de los internos ahí metidos sufrían de duros abusos por parte de los cuidadores, quienes tenían amenazados a la mayoría. Incluso al interno Alfred.

El Estado había declarado como discapacitado de por vida al interno 5867, solo era cuestión de tiempo para que en algún punto, el sujeto muriera o quedase en coma debido a la cantidad innumerable de noches en vela que sufría. Ninguno de los médicos se explicaba cómo un hombre de mediana edad podía soportar semanas enteras sin dormir ni siquiera unos minutos sin ayuda de medicamentos. Era increíble, un caso que no se había visto, y que incluso algunos catalogaban como paranormal, ya que en ocasiones el paciente alegaba ver, oír y sentir cosas que, en su mayoría, también los custodios podían percibir, como los temblores que sacudieron el pasillo el día en el que asesinó al doctor X, o las múltiples voces que provenían de aquella celda; eran situaciones que en algún punto se debieron notificar a los médicos encargados del paciente, pero como era algo trivial, decidieron omitirlo y pensar que se trataba de sus mentes jugándoles una treta, una repugnante y sombría treta.

Una noche, los custodios recibieron la orden de llevar a Alfred al jardín con el propósito de cansarlo y así poder facilitarle el sueño. Fue un error. Al salir al patio el interno miró al cielo y se percató de lo perfecta que era la luna, y lo asombrosa que era su voz... La luna le hablaba, le susurraba secretillos, como por ejemplo que el custodio Richard en realidad sufría de impotencia sexual, algo que le causaba tanta gracia al interno que rompía en carcajadas ante la mirada de extrañeza de los demás custodios.
Las noches siguientes seguía escuchando la voz de la luna, cantándole sinfonías de locura y muerte; quería dejarlo libre, pero él tenía miedo. Hasta que ya no pudo más.

Cada fin de semana el hospital se hallaba solitario, solo se encontraban los vigilantes a cargo del cuarto de cámaras, y los enfermeros que, en la mayor parte del tiempo, se la pasaban jugando lotería y durmiendo en las camas vacías que encontraban.

Aprovechando que aquél fin de semana todo se encontraba muy flojo, Alfred decidió fingir un dolor muy fuerte de estómago, lo que despertó la curiosidad del enfermero en turno, que decidió entrar a echar un vistazo. Fue cuando las luces en el interior se apagaron, y la celda automática se abrió, dejándolo a expensas de Santos. Retrocedió para activar la alarma y fue cuando alguien lo tomó del hombro, lo hizo girar, y le mordió la nariz hasta arrancársela por completo, dejándolo ahogarse con su propia sangre.

En el cuarto de vigilancia, las cámaras comenzaron a recibir interferencias, incluso algunas se apagaron, otras echaron chispas y los encargados tuvieron que salir disparados, armados únicamente con su gas pimienta.
Al llegar al pabellón seis lo único que encontraron fue oscuridad, el ruido de un borboteo, y una celda abierta. Fue entonces cuando tropezaron con lo que parecía ser el cuerpo del enfermero, mutilado y cubierto con gruesas capas de sangre fresca en todo el cuerpo.

"Madre santa..." Pensaron, casi en sincronía.

Mientras los dos vigilantes se encontraban en el pabellón seis, Alfred estaba caminando hacia la sala de urgencias; los enfermeros y médicos se encontraban jugando lotería en la central de enfermeras, así que todos los pasillos se encontraban vacíos. Mientras el caminaba, las luces encima de su cabeza tiritaban, como si temblaran de miedo al sentir su presencia.
Las sombras poco a poco se apoderaban del hospital, dejándolo en la completa penumbra, sumergido en la frialdad de aquella noche bañada por la plateada luz de la luna.
Cuando por fin llegó a la entrada, una brisa huracanada entró de golpe y las puertas se abrieron estruendosamente, dejando ver las luces de la autopista, las luces de su libertad. Los focos estallaron, las ventanas se quebraron, y las paredes crujieron cuando él se apareció frente a Alfred, mostrándole la salida con una sonrisa burlona y grotesca. Su amo lo había liberado. Era tiempo de traerlo de vuelta a su hogar, y de recuperar lo que le pertenecía. Tiempo de saldar cuentas.

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