Cuando levantamos el vuelo, me agarré con fuerza a los lados de mis asiento y seguí sonriendo como un maníaco, enfrentándome directamente a cada sutil mirada de los betas.
Vernos obligados a viajar en helicóptero fue una necesidad más que una imposición, pero me producía la misma rabia. De haber ido a pie, ni siquiera yo hubiera conseguido alcanzar el muro en menos de cinco días; y, evidentemente, no iba a pasarme cinco días más separado de mi Beomgyu si podía evitarlo; no cuando los betas podían llevarme hasta él en menos de una hora y media.
Una hora y media jodidamente horrible, por cierto. Volar era de las cosas que más odiaba —1o: betas, 2o: no tener a Beomgyu, 3o: que Beomgyu estuviera sucio, 4o: la pizza con piña, 5o: volar—. En el pasado, el doctor siempre me había sedado, pero ahora no tenía esa opción y tuve que soportar todo el viaje clavando las garras en mi asiento y fingiendo que estaba bien. Porque yo estaba «bien». Bien.
El paisaje que se percibía a través de las ventanas fue cambiando a medida que nos aproximábamos, desde los verdes y frondoses bosques a los valles y, de allí, las colinas. Un bosque de coníferas fue el último reducto de verdor y vida antes de verse interrumpido por un enorme muro de metal y cemento. El Muro era lo suficiente alto y liso para que ningún animano pudiera escalarlo y, a intervalos regulares, estaba coronado por una caseta de vigilancia.
—Transporte alfa aproximándose a punto de encuentro —anunció el piloto—. Todo en calma.
«Todo en calma» era la forma en clave de dar a entender que no les habíamos matado y nos habíamos hecho con el helicóptero. No voy a mentir, fue algo que se me pasó por la cabeza, pero después pensé que solo complicaría las cosas. Ahora era un alfa maduro y paciente: tenía omega y responsabilidades. *suspiro*
Al cruzar la barrera del muro, el mundo cambió por completo. Más allá ya no había bosques vírgenes, solo barro y carreteras de cemento, puestos de vigilancia y, cincuenta metros después, una segunda barrera de contención; esta vez, para betas. La base militar se encontraba en un valle donde habían talado todos los árboles necesarios para hacer hueco a una pista de aterrizaje aérea. El alcalde Zoro miraba el paisaje con el ceño fruncido y movía las cuentas de su collar al igual que un rosario. Él había nacido y crecido en La Reserva, así que nunca había visto aquel desolador mundo de metal y cemento.
—Transporte alfa, permiso para aterrizar —dijo el piloto y, tras la confirmación, empezó la maniobra de descenso.
Al tocar tierra, solté un profundo suspiro y me relajé. No fui el único, porque el omega se deshizo tan rápido como pudo de las correas de seguridad y salió de un salto al exterior. Lo
recibieron un montón de miradas curiosas y un hombre de aspecto serio, estricto y atractivo — para ser un beta, claro—, el cual, esperaba en primera fila con las manos a la espalda y postura envarada.
Cuando me acerqué a la puerta, noté su atenta mirada y una levísima mueca de asco en su rostro. Nada nuevo, he de decir. Lo único que me sorprendía es que no hubiera todo un batallón allí apuntándonos con ametralladoras.
*decepcionado* Aunque, quizá estaban escondidos.
Bajé del helicóptero con mucha calma, movimientos lentos y una sonrisa enorme sonrisa, de esas practicadas en las que no mostraba demasiado los colmillos para no asustar a los betitas. Cuando salió Zoro, se detuvo a echar una mirada alrededor y, al encontrar al beta esperando, se acercó a él.
—Soy Zoro —le dijo junto con una inclinación de cabeza y la mano en el pecho—, alcalde de Bosque Verde. He sido elegido como el portavoz de La Reserva.
El beta asintió de forma estricta y seca y respondió:
—Bienvenido, alcalde Zoro. Yo soy el teniente Lee, seré el encargado de guiarles por la base y ayudarles.
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Un omega diferente | Yeongyu
أدب الهواةBeomgyu es un omega diferente puesto que jamás había tenido la oportunidad de interactuar con los de su clase, pero una misión de emergencia hace que todo cambie Adaptación
Mi tigrestico plan
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