PRÓLOGO - EL OTRO

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Por una razón la mente humana disfraza de miedo la intuición a la muerte; sepultados en nuestra memoria aún quedan rastros, horrendos ecos, de lo que más allá de ella aguarda.

Dicen los sabios que el más antiguo y horroroso de los miedos, es el miedo a lo desconocido; y por eso allí, entre sinuosos túneles, aquel hombre casi escaldaba arañazos en las losas de piedra tallada de aquellas cavernas infinitamente viejas e infinitamente horribles.

Corría enloquecido, estrellándose contra los oscuros pasillos de roca de azufre, bajo esos elevados techos donde sus ojos humanos sólo intuían deformidades y sombras. Su mente abyecta de horrores hacía que su cuerpo chocara en su huida contra las piedras, no le importaba estrellarse contra las rocas, siniestramente húmedas, siempre horrendamente calientes; pues, desde su espalda, el aroma maldito impregnaba todo, recordando a su enloquecida mente lo que se encontraría si giraba la cabeza hacia las desconocidas profundidades que dejaba atrás.
Su rostro distorsionado, grotesco, de huesos delgados y recuerdos mohosos se contraía enceguecido, no había oído voz humana en muchísimo tiempo, ni siquiera la suya propia; y a su quebradiza piel sólo le arropaba la perpetua oscuridad de ese rincón del mundo al que nunca luz alguna había rozado. El desgraciado buscaba la salida sin distinguir siquiera los símbolos tallados en la roca de azufre que sus esqueléticos dedos palpaban.

Con cada pasillo dejado atrás de aquel laberinto subterráneo un sentimiento le inyectaba el pecho, era la esperanza de su imposible ascenso, la idea de que si lograba reunir un gramo de cordura, el suficiente para mantenerse íntegro sin volver la vista atrás, el crepúsculo le recibiría, y podría finalmente hundirse en la luz de la luna, infinita, ciega, ardiente; libre.
Aún así, su desesperada imaginación humana no alcanzaba para ocultarle a su consciencia el atisbo retenido de lo que le seguía los pasos, en su mente aún rondaba la idea desnuda de aquello que, desde las profundidades, y sin vocablo humano para ser llamado, yacía desde épocas ignotas. Y cuando su agitado aliento se convertía en ecos entre los pasillos, le recordaba que aquello a su espalda era mucho más que el aterrador ulular de la oscuridad en sus oídos.
Entonces, escuchó otro sonido; uno que provenía de adelante.

Se paralizaron sus aturdidos músculos, y cuando trató de elucubrar palabra después de tanto tiempo, su garganta apenas logró escupir un triste falsete convertido en incoherentes chillidos. Seguramente eso atrajo algo, pues el aroma de las profundidades se intensificó, parecía que en aquellos laberintos había más de una cosa capaz de escuchar.
El sonido se acercaba, venía del frente y traía algo consigo. Él no pudo moverse, y ante sus vidriosos globos oculares se reflejaron, por primera vez, los tintes naranjas de la luz rebotando entre la piedra húmeda. Una luz que quebraba en astillas, por primera vez, las tinieblas perpetuas de aquellos túneles.

Al ver aquella silueta que venía de en frente, instintivamente dio un alarido y se arrinconó sobre sus carnes como una rata asustada; aun así, entre las delirantes sensaciones de aquello acercándose por su espalda, hubo un oscuro instinto que le dio temple: Sus ojos casi ciegos notaron que la luz le tocaba la piel. Se miró lo que le quedaba de carne, la enflaquecida figura que ahora era; y en aquel sitio por primera vez sintió esperanza.
Si había luz allí, había esperanza.
Alzó la vista y la silueta de la que emanaba la luz era un otro igual que él. Un otro, que, como él, se sumergía inocente en aquellas cavernas; creyendo que una antorcha o una espada servirían contra los delirios aguardando en las profundidades. Ese otro lucía una poblada barba y unos ojos también vidriosos por la forma en que la luz naranja rebotaba entre las paredes; vestía una cota de malla y una suntuosa capa sobre los hombros, era un otro que al desenfundar la espada demostraba también creer, neciamente, que algo terrenal surtiría algún efecto contra lo que se les acercaba por los túneles.
Hay, en el fondo de la psique humana, una certeza, oculta detrás de todo lo que conocemos; un indicio desalmado de que esta horrible existencia aún nos oculta una última verdad, una que, de saberse, haría de la vida algo mil veces más horrendo. Una ciega intuición de ese bálsamo que nos protege de nuestro subconsciente, un alivio que nos permite sobrellevar la vida sin abatirnos, pues ¿quién querría saber realmente aquello que al final aguarda? ¿De qué serviría arrastrarse voluntariamente a la demencia?
Por eso nuestra mente nos entretiene con cada cosa, por eso inventamos afuera tanto para mantenernos cómodamente ocupados durante el breve período de nuestra existencia, para que, cuando el aleatorio fenómeno llamado vida desaparezca, haya al menos una sensación de paz ante los horrores que nos aguardan.

Ese bálsamo, en la mente de ese otro con la antorcha en la mano, fue lo que lo hizo correr.

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⏰ Última actualización: Dec 17, 2020 ⏰

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