Capítulo 5

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Maria viajó cuarenta y ocho horas en autobús, se hospedó en un hotel de quinta categoría de Copacabana (¡Ah, Copacabana! esa playa, es el cielo...), e incluso antes de deshacer las maletas, cogió un biquini que se había comprado, se lo puso, y aún con el cielo nublado, se fue a la playa. Miro el mar, sintió pavor pero al final entró en sus aguas, muriéndose de vergüenza.
Nadie en la playa notó que aquella chica estaba teniendo su primer contacto con el océano la diosa lemanja, las corrientes marítimas, las espuma de las olas, y la costa de África con sus leones, al otro lado del Atlántico. Cuando salió del agua, fue abordada por una mujer que intentaba vender sándwiches naturales , por un guapo negro que le preguntó si estaba libre para salir aquella noche, y por un hombre que no hablaba ni una palabra de portugués, pero que hacia gestos y la invitaba a tomar agua de coco con él.
Maria compró en sándwich por que tenia vergüenza de decir que "no", pero evitó hablar con los otros dos extraños. Y súbitamente se sintió triste, ahora que tenía la posibilidad de hacer todo lo que quería ¿porque reaccionaba de manera tan absolutamente reprobable? A falta de una buena explicación, se sentó a esperar a que el sol saliese de detrás de las nubes, todavía sorprendida por su propio coraje y por la temperatura del agua, tan fría en pleno verano.
El hombre que no hablaba portugués, sin embargo, apareció a su lado con un coco y se lo ofreció.
Contenta de no verse obligada a hablar con él, Maria bebió el agua de coco, sonrió y él le devolvió la sonrisa. Durante un rato permanecieron en esa cómoda comunicación que no quiere decir nada, sonrisa por aquí, sonrisa por allá, hasta que él sacó un pequeño diccionario de tapas rojas del bolsillo y dijo con un acento extraño "bonita". Ella volvió a sonreír; claro que le gustaría encontrar a su príncipe encantado, pero al menos debía hablar su lengua y ser un poco más joven.
El hombre insistió, ojeando el pequeño libro.
-¿Cenar hoy?
Y después comentó:
-¡Suiza!
Y empleó la frase con palabras que suenan a paraíso en cualquier lengua en que sean pronunciadas:
- ¡Empleo! ¡Dólar!
Maria no conocía el restaurante Suiza, pero ¿ Acaso eran las cosas tan fáciles y los sueños se realizaban tan deprisa? Mejor desconfiar.
- Muy agradecida por la invitación, estoy ocupada, y tampoco estoy interesada en comprar dólares.
El hombre, que no entendió una sola palabra de su respuesta, empezaba a desesperarse; después de muchas sonrisas por aquí, por allá, la dejó durante algunos minutos, y volvió después con un intérprete. A través de él le explicó que era de Suiza ( no era un restaurante, era el país), y que le gustaría cenar con ella, pues tenía una oferta de empleo. El intérprete, que se presentó como asesor del extranjero y agente de seguridad de el hotel en el que éste se hospedaba, añadió por su cuenta:
- Si yo fuera tu, aceptaría. Este hombre es un importante empresario artístico, y ha venido a descubrir nuevos talentos para trabajar en Europa. Si quieres, puedo presentarte a otras personas que aceptaron la invitación, se volvieron ricas, y hoy están casadas y con hijos que no tienen que sufrir asaltos ni problemas de desempleo.
Y, completó intentando impresionarla con su cultura internacional:
- Además, en Suiza hacen excelentes chocolates y relojes.
La única experiencia artística de Maria se reducía en haber interpretado a una vendedora de agua, que entraba muda y salía callada, en la obra sobre La Pasión De Cristo que el ayuntamiento presentaba durante Semana Santa. No había conseguido dormir bien en el autobús, pero estaba entusiasmada con el mar, cansada de comer sándwiches naturales y antinaturales, y confusa, por que no conocía a nadie y necesitaba hacer un amigo enseguida.
Ya había pasado por este tipo de situaciones antes, cuando un hombre lo promete todo y no cumple nada, de modo que esa historia de ser actriz no era más que una manera de intentar interesarla en algo que fingía no querer.
Pero, segura de que la Virgen le había dado aquella oportunidad, convencida de que tenía que aprovechar cada segundo de su semana de vacaciones y conocer un buen restaurante significaba tener algo importante que contar cuando volviese a su tierra, resolvió aceptar la invitación, siempre que el intérprete la acompañase, pues ya se estaba cansando de sonreír y fingir que entendía lo que el extranjero decía.
El único problema era, sin embargo, su mayor problema: no tenía ropa adecuada. Una mujer jamás confiesa estas intimidades (es más fácil aceptar que su marido la ha engañado que confesar el estado de su armario), pero como no conocía a aquellos hombres y tal vez jamás volviese a verlos de nuevo, resolvió que no tenía nada que perder.
- Acabo de llegar del nordeste, no tengo ropa para ir a un restaurante.
El hombre, a través del intérprete, le dijo que no se preocupase, y le pidió la dirección de su hotel.
Aquella tarde, Maria recibió un vestido como jamás había visto en toda su vida, acompañado de un par de zapatos que debían de haber costado tanto como ella ganaba en todo un año.




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