—Creo que está tomando una taza de café en el jardín — respondió ella con tono despectivo.

—Bien — asintió él con la cabeza— ¿Qué te trae por aquí, Alia?

Antes de que pudiera responder, su madre me interrumpió bruscamente.

—La niña y su tía vienen a limpiar — le explicó su madre con impaciencia y dirigió una mirada de reproche a Megumi.

—Alia si luego tienes tiempo podemos ir a cabalgar —me ofreció Christian, y me encogí de hombros como respuesta, totalmente avergonzada por su acercamiento.

El disgusto de su mamá me estaba irradiando en la cara. Carajo, esa señora empezaba a irritarme a mí también.

—Ven, Alia —me llamó Megumi tras agarrarme de la mano.

Por poco me sacaba a rastras de la casa.

Le sonreí a Christian como disculpa, y él me devolvió el gesto de manera compasiva.

Cada detalle del vestíbulo monumental pedía a gritos mi atención. Los sillones individuales de terciopelo blanco eran lo suficientemente tentadores como para sentarme en ellos. Las baldosas blancas brillaban tanto que podía ver mi tenue reflejo en ellas. El ambiente era tan espeluznante como elegante; no pasaría una noche aquí, incluso si me ofrecieran un millón de dólares. 

El jardin era hermoso y la casa tambien, pero el ambiente simplemente lo opacaba.


Megumi y yo ascendimos con rapidez por las escaleras de mangos dorados, cuyos peldaños resplandecían como si estuvieran bañados en luz líquida. La prisa se apoderaba de nosotras, pues era evidente que la señora Bartons no toleraba dilaciones en las tareas domésticas.

—No estés mucho tiempo con Christian —me advirtió Megumi con una nota de preocupación en su voz mientras alcanzábamos la cima.

—¿Por qué? —pregunté, alarmada por su tono cauteloso.

—Los chicos Bartons no son de confianza. Son pretensiosos. Sus padres los han educado con otros valores.

—¿Chicos? ¿Los Bartons tienen más hijos? —no pude evitar que mi voz aumentara una octava ante la sorpresa.

—Claro que sí. Son tres. Christian es el mayor, la del medio se llama Nora y el más pequeño se llama Scott — explicó Megumi con cierta determinación de admiración.

Procuré agendarme los nombres, archivándolos en algún rincón de mi memoria para futuras referencias.

Al llegar al final de las escaleras, nos encontramos con un extenso pasillo que se dividía en tres partes aún más largas. Optamos por el primer pasillo, y Megumi se detuvo frente a la primera puerta.

—Aquí están las cosas de limpieza, ayúdame a sacar las escobas —me ordenó con autoridad, y nos sumergimos en la tarea de preparar el arsenal de limpieza necesario para enfrentar la imponente mansión de los Bartons.

Megumi y yo reunimos las herramientas de limpieza necesarias: cubetas, escobas y diversos productos de higiene. Una vez equipadas, nos dirigimos hacia el final del primer pasillo, donde accedimos a la habitación que, por intuición, asociábamos con la pertenencia a Christian.

Megumi, con una destreza que indicaba su conocimiento del terreno, se encaminó hacia la ventana cubierta por elegantes cortinas y las deslizó hacia los costados. La habitación se inundó con la luz diurna, momentáneamente deslumbrándome. Cuando mis ojos se ajustaron a la claridad, pude apreciar con detalle el entorno.

La cama era enorme, despeinada y adornada con ropa usada de forma despreocupada, era el epicentro visual de la habitación. Estanterías exhibían trofeos de competiciones diversas, mientras cuadros de caballos conferían un aire ecuestre a las blancas paredes. Un escritorio, testigo de intensa actividad, sostenía pilas de hojas diseminadas, y un imponente mueble sugería la posibilidad de ocultar secretos al estilo de Narnia. Como toque final, varias raquetas de tenis, suspendidas por varillas en la pared, añadían un elemento deportivo a la ecléctica composición de la habitación de Christian.

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