P R Ó L O G O

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Londres, Inglaterra. 1998

La casa de los Auclair, que en ese entonces estaba ubicada en un vecindario al oeste de la ciudad, tenía la fachada de color blanco y macetas en las ventanas; el jardín frontal era pequeño, pero las plantas de Isabella Auclair eran felices en aquel pedazo de tierra. En el piso de la cochera había una mancha de aceite. El auto estaba dando problemas últimamente y el señor Auclair ya se estaba cansando de las constantes visitas al mecánico; esa barba grasosa y enmarañada no ocultaba por completo la sonrisa burlona que ponía en su rostro cada que el señor Auclair entraba en su taller. Pero al menos ese día no tendrían que utilizar ese «pedazo de chatarra». Las nubes de tormenta cubrían a la ciudad y la punta del Big Ben casi desaparecía entre las nubes más bajas; se escuchaba el sonido del agua cayendo en las bocas de tormenta junto con un poco de basura y las primeras hojas que caían de los árboles. Había que girar a la izquierda para llegar al vecindario, podías identificar aquella calle porque había un parque en la esquina; tenía columpios, un par de resbaladillas y un arenero que era prácticamente inútil en esta época del año. La corriente de agua sigue su rumbo natural por la calle, y si uno la sigue podría llegar a una casa con el número 44 descansando sobre el color azul de la puerta principal.

Isabella tenía la tetera calentándose en la estufa. Ella tomaría su té con un poco de crema y dos cucharaditas de azúcar, mientras que el señor Auclair lo acompañaría con un par de bollos calientitos cubiertos de dulce de fresa. Tenían el televisor encendido en el canal de noticias, como siempre, pero le prestaban más atención al sonido que hacían las gotas cuando chocaban con la puerta del patio trasero. A lo lejos se veían relámpagos seguidos del poderoso y profundo sonido que sólo puede emitir un trueno.

Mientras en la cocina se escuchaba el televisor y el chirrido de la tetera, subiendo las escaleras había un escenario diferente. James tenía la puerta de su habitación entreabierta, en la cama había un suéter gris con la imagen de Mickey Mouse que le quedaba grande y tenía un pequeño radio sobre el escritorio de madera. Siempre escuchaba la misma estación de música clásica. Había una caja con lápices de colores que recibió en navidad y un dibujo al que aún le faltaba color. Su nariz estaba roja y ya no tenía los ojos tan hinchados, pero seguía limpiándose constantemente la nariz al sentir que le escurría. Sobre la ventana se escurren las gotas de lluvia y podía sentirse el frío que hacía allá afuera. El clima lluvioso era algo a lo que se había acostumbrado desde temprana edad, pero lo único que no le gustaba de la lluvia era lo fácil que podía enfermarse. Un par de segundos expuesto al frío y al agua y en un parpadeo ya estaba en cama cubierto por tres capas de cobijas que no hacían más que hacerlo sentir incómodo. Se sentía dentro de un horno que a su vez era una camisa de fuerza. «Qué buen método de tortura, ser cocinado vivo lentamente. ¡Es como entrar al infierno!», pensaba mientras intentaba zafar sus brazos para poder sentir la frescura del frío contra su piel.

La lluvia sigue. El radio aún suena y las gotas, más grandes y gordas, brincan sobre el techo de la casa. Llovía con más fuerza. Se quedó mirando al techo y a las pequeñas telarañas que se formaban en las esquinas de la habitación. Las habrá hecho una araña pequeña, pensó mientras recordaba las clases de biología en la escuela. «Me pregunto qué habrá pasado hoy –pensó sintiendo un pinchazo de tristeza en el pecho–. Tal vez el patio se inundó y no pudieron jugar en la cancha; Cady probablemente habrá llevado su paraguas rosado y brillante. ¿La gotera en el laboratorio de ciencias les habrá dado problemas? Tal vez la señorita Norsbury puso cubetas en el salón para que no se moje el piso.»

Desde la ventana se podía ver el cielo gris, casi negro, el horizonte se perdía entre los edificios de la ciudad y los pocos árboles que aún conservaban sus hojas otoñales. Si la lluvia apaciguaba sus vecinos saldrían a jugar en los charcos, reirían y se divertirán con el lodo que para la tierna imaginación de un niño de cinco años era como un pastel, pero menos dulce y lleno de insectos.

El pasillo está cubierto por una alfombra de color bermellón, al fondo estaba la habitación de sus padres y cerca de las escaleras había un mueble de madera barnizada con un teléfono, un par de fotografías y un florero vacío. Las paredes tenían un papel tapiz que lastimaba los ojos de James por lo feo que era, ni siquiera rozaba lo decente. Casi todo lo que era de madera en esa casa crujía, las puertas, los gabinetes de la cocina... Las escaleras eran lo peor. Si uno las pisaba sentía cómo la madera se doblaba y crujía emitiendo un sonido agudo y molesto que bien podrías escuchar en una película de terror. A James le daba miedo ese sonido. Le daba escalofríos escucharlo, cada vello de su cuerpo se erizaba y creía que una noche, mientras todos dormían, el crujido de los escalones sonaría en medio de la noche y alguien entraría a su habitación a hacerle daño.

(Un miedo que se volvería pesadilla desde antes que cumpliera trece años).

Al lado de su cama había un recipiente con agua y una toalla remojada que ayudaba a bajar la temperatura. Los escalones sonaron y el crujir de la puerta fue opacado por la dulce voz de su madre. Traía una bandeja con medicinas, un vaso de cristal a juego con la jarra llena de agua y en la mano cargaba la pequeña caja de plástico del termómetro.

—¿Cómo te sientes, cariño? —dijo mientras tocaba sus mejillas con el dorso de la mano. Parecía que la temperatura había bajado, pero le puso el termómetro en la boca porque debía estar segura; preparó las medicinas y llenó el vaso con agua. James las tragó con facilidad a pesar de sentir un sabor amargo y seco en la lengua— Ya te ves mucho mejor. Llamaré a la escuela para avisarles que volverás a clases.

—Quiero ir a patinar... —dijo en voz baja—, ¿Cuándo volveré a patinar, mamá?

Isabella miró los ojos tristes de su hijo, su nariz teñida de un color que le recordaba a las cerezas. Pasó su mano por su cabello ligeramente húmedo producto de las toallas para la fiebre, la caricia se volvió hacia sus mejillas, rosadas y rellenas. Su pequeño niño desbordaba tristeza y aquella expresión la vería una vez más dentro de un par de años cuando ella y su esposo entren en la misma habitación y James esté refugiado en una esquina, donde ahora descansa un baúl lleno de juguetes y disfraces. Hasta entonces, bastó con que Isabella besara la coronilla del menor y le dijera con la voz más suave y cálida que, en la inocencia de James, podría curar cualquier herida.

(Aunque no fuera así).

—Pronto estarás bien, mi amor. Te lo prometo.

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el chico de ojos azulesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora