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Lo único que recuerdo de los días siguientes a la noticia es que Álvaro no fue el único en venir de visita. De la noche a la mañana, mi casa se llenó de toda mi familia más cercana, incluida la novia de mi hermano, que se instalaron y se encargaron de hablar por teléfono cuando había que hacerlo.

Por ser su marido, la mayoría de las novedades (pocas) me las contaban a mí primero, pero Lucía y Ramiro, los padres de Carles, también se instalaron con nosotros para compartir la información que iba llegando.

Yo iba como un zombie, más pendiente del móvil y del teléfono fijo de lo que nunca lo había estado, llevándome a la boca un par de cucharadas de cualquier cosa que mi madre me pusiera delante, solo para que dejara de preocuparse.

No podía comer, no podía dormir, no sabía ni si estaba pudiendo respirar. Supuse que sí, porque si no ya estaría acompañando a Carles donde quiera que estuviese. La cuestión es que se me había instalado un nudo en el pecho, que se iba agrandando día a día, llamada sin novedades a llamada sin novedades. Me ofrecieron hablar con el psicólogo encargado de los periodistas que trabajaban en esos documentales, pero me negué.

La noticia del accidente se había extendido por el país, puesto que todos los integrantes del helicóptero eran españoles, y pronto varias cadenas de televisión se paseaban por Ibiza, como si yo fuera a decir algo.

Dos semanas después de recibir la noticia, el hombre de la primera vez me llamó. Tras una intensa búsqueda, habían decidido desistir, porque las mareas, los vientos y las tormentas impedían cualquier posibilidad de que hubiera sobrevivido. No protesté ni lloré. Simplemente dejé el móvil, cogí los prismáticos que sabía que Carles tenía en su armario y me subí a la terraza, que no tocaba desde la última vez que habíamos estado ahí, juntos.

No tengo claro cuánto tiempo estuve allí, con la vista fija en el horizonte, con la presión amenazando con destrozarme desde las entrañas hacia fuera.

Álvaro subió, como aquella vez antes de la boda, y me descubrió ahí sentado, quieto, esperando.

—Hey... —No habló muy alto, pero se le escuchaba a la perfección—. ¿Qué haces aquí subido?

—Esperar.

—¿Y a quién esperas? —No respondí, así que dio más pasos en mi dirección, con cautela—. ¿Qué miras? ¿El mar?

Suspiré. Sin soltar los prismáticos y sin apartar la mirada, respondí:

—Voy a esperar a que vuelva. Él me prometió que volvería. —Me tembló la voz, así que me callé.

—Raoul... —resopló. Sé que no lo hacía a malas, pero no podía evitar que me fastidiara su tono paternalista—, sé que es muy duro, y no se me ocurre nada que pueda decirte que vaya a solucionar lo mal que lo estás pasando, pero... no va a volver.

—Por supuesto que va a volver —gruñí, pero tuve que pestañear porque tenía los ojos llorosos—. Él me prometió que me llevaría a ver ballenas, que íbamos a celebrar nuestro aniversario a lo grande cuando volviera. Carles nunca me ha fallado.

—Y estoy seguro de que eso pretendía hacer... —Llegó a mi lado y me frotó con cariño el omoplato izquierdo—. No ha sido culpa de nadie, solo un fallo del motor, pero vas a tener que aceptar que ya no está.

Negué con la cabeza, dejando que los prismáticos colgaran de mi cuello. Me sequé los ojos, pero no sirvió de mucho, pues pronto nuevas lágrimas sustituyeron las anteriores. Pronto estaba sollozando como un niñato. Cada palabra que me decía se me clavaba muy dentro, en el corazón, pero no lo suficiente para matarme. Era preferible desangrarme lento y doloroso.

Dos amores, una vida-RAGONEYWhere stories live. Discover now