Capítulo 10

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El piar de los pájaros y una hermosa melodía sacaron lenta y dulcemente a Diana de sus sueños. Qué hermoso había sido soñar con aquella aldea élfica y con aquel elfo de ojos verdes. Había sido demasiado perfecto para ser real. Eso fue lo primero que pensó Diana al despertar. Pero entonces abrió los ojos y palpó el sofá donde había dormido, envuelta en suaves mantas. La realidad le vino de golpe.

No estaba en su habitación. No estaba en Tao.

No había sido un sueño.

Se hallaba en el cómodo sofá de una casita élfica humilde pero preciosa. Llevaba puesto un camisón ajeno. Aquello era la realidad, y de repente se sintió levemente avergonzada por haberse quedado dormida así en la morada de un desconocido. Y sin embargo, su corazón saltó de alegría y un poco de temor al saber que todo aquello era verdad.

Un agradable aroma inundó su olfato, y fue entonces cuando se percató de que el elfo le había dejado el desayuno en una mesita de cristal celeste que se encontraba a su lado. Lo observó unos instantes con mirada curiosa: Nunca había visto nada igual, pero olía deliciosamente bien. Era una especie de dulce acompañado de unas bayas rojas y de un zumo de frutas preciosamente decorado en una copa de cristal. Decidió probar bocado y fue entonces cuando un sinfín de sabores estallaron en su boca, mezclándose y fundiéndose de maneras increíbles. Diana comió tan rápido como era común en ella, pero saboreando cada trozo de aquella exótica comida. No pudo evitar relamerse al terminar tal manjar. Era algo que nunca había podido probar en Tao, lo que le hizo más consciente de que estaba en un reino completamente ajeno.

De repente se oyó de nuevo de aquella melodía, sacándola de sus pensamientos. Estaba segura de que procedía de un instrumento de viento, pero sonaba de una forma más dulce y tranquila que los instrumentos de Tao. Diana se cambió de ropa tan rápido como pudo y dejó el camisón doblado sobre el sofá. Se aseguró de ocultarse con su capa y dejó que sus oídos la guiasen. Llegó entonces al lindo jardín que visitó aquella noche. En el centro, sentado sobre un viejo tronco de árbol caído, se hallaba el elfo que la salvó de morir congelada la noche anterior. Hizo un pequeño esfuerzo en recordar su nombre y su pronunciación. Su salvador se llamaba Hino, y aunque adoraría conocerle y preguntarle un sinfín de cosas, sabía que debía ser prudente y ocultar su identidad.

El muchacho tocaba una flauta élfica que hacía que las notas que salían de ella bailasen con la brisa. Sus ojos estaban cerrados y su rostro era sereno. Estaba en sintonía con la naturaleza y los árboles parecían escuchar aquella melodía atentos, moviendo sus hojas y ramas para acompañar la música. Pequeños mamíferos, aves e insectos se aproximaban al flautista para oír más de cerca esa linda música.

Diana se acercó lentamente para observarlo mejor pero los animales la percibieron y salieron huyendo por instinto. Hino detuvo esa melodía y se volvió hacia ella, que lo miraba avergonzada. La chica no supo dónde meterse, pero se relajó al ver que él le dedicó una tierna sonrisa.

—Al fin te levantas, Diana —dijo, acercándose. Ella se quedó sin aliento—. Es casi mediodía ya, pero no quería despertarte.

—Oh, emm... L-lo siento —se disculpó. Estar frente a un ser feérico la ponía realmente nerviosa sin saber por qué, sobre todo uno tan alto. Pero intentó mantenerse tranquila y vencer su timidez, aunque no fuese difícil.

—No te disculpes, seguro que estabas muy cansada. ¿Te gustó el desayuno?

Sus latidos se aceleraron un poco, pero procuró mantener los nervios a raya. Estaba hablando con un elfo y era como si su cabeza no pudiese asimilarlo todavía del todo. Cogió aire y asintió con suavidad.

—Estaba muy rico, muchas gracias.

—¡No las des! Me alegro de que le guste mi comida a una humana, me preocupaba que no te agradase. —Él la miró a los ojos y a ella se le paró el corazón por unos instantes.

Lo que la niebla ocultóWhere stories live. Discover now