5: «CLAIRE DE LUNE»

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Estoy a punto de marcharme a casa

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Estoy a punto de marcharme a casa. Mi jornada ha terminado y necesito hundir la cara entre las almohadas para olvidarme de este día de mierda, pero mi jefe nos ha citado apenas terminó el programa para una breve reunión sorpresa y ahora no solo debo quedarme más tiempo en el edificio de la emisora, sino que vuelvo a estar sentada al lado de Darío. Desde que nos despedimos no me volvió a decir ninguna palabra y es mejor así; tal vez esto le ha tomado por sorpresa al igual que a mí, y no se esperaba tener que verme más tiempo antes de mañana; claro, si es que conservo el trabajo para entonces.

El señor López deja una copia de las estadísticas frente a cada uno y entrelaza los dedos. Soy la primera en tomar los resultados y debo esforzarme para mantener una expresión neutra al advertir que le ha ido mejor en comparación de los datos que mi jefe me mostró por la mañana. Miro desafiante a López.

—¿Qué decidieron?

—¿Qué puedo decir? Les ha encantado la dinámica, quieren más de eso. El canal estalló con las intervenciones de los dos.

Una parte de mí se tranquiliza al saber que me quieren en el trabajo todavía; por el contrario, la otra...

—Por mí bien. —Me interrumpe Darío, que ha soltado el folio sin siquiera mirarlo—. Fue divertido.

—¿Estás loco?

—¿De nuevo? Creí haberle dicho que dejara de...

—¡Ya basta! —El señor López se masajea la sien derecha. Me enderezo en la silla y trato de ocultar la oleada de vergüenza en vano—. Eso es todo. Mañana a la misma hora, seguirán los dos.

—Sí, señor. Gracias. —Me cuelgo el bolso y salgo sin reparar en Darío. Corro escaleras abajo y cuando estiro la mano para pedir un taxi, alguien me agarra del hombro y me tropiezo contra el pecho de ese maldito.

—Suélteme —siseo—. Voy a gritar si no lo hace.

—Creo que entiendo por qué actúas como una bruja. —Darío tiene su casco bajo el brazo libre y solo me suelta después de forcejear un par de veces.

El rostro se me acalora y pequeñas lágrimas se me acumulan tras los párpados; respiro hondo y retuerzo la tela de la blusa. El semblante de Darío carece de emoción cuando me lleva casi a rastras hasta su moto; supongo que quiere algo de espacio para que nadie le escuche cuando me eche en cara su reciente descubrimiento y me preparo para esconderme detrás de una invisible armadura; sin embargo, su expresión se ablanda al llegar, lo que es peor: lo último que necesito es su lástima.

—Si vas a decir...

—Mira, Esther. —El tono en el que me habla hace que me trague las palabras—. Imagino cuánto te molesta el cambio, aunque tal vez sea algo positivo si nos esforzamos los dos. Todavía creo que tienes la culpa por haberte acercado tanto a la carretera, pero tratemos de olvidarlo por el bien del programa.

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