Capítulo 1. Guerra

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La mayor parte de la Orden se mostraba de acuerdo en que lo que marcó el descenso del mundo mágico hacia el caos fue la batalla ocurrida en el Departamento de Misterios. Esos eventos (el regreso inequívoco del Señor Oscuro, la negativa de Harry a proteger adecuadamente su mente, la caída de Sirius Black a través del velo) fueron los que crearon la frontera entre lo que solía ser la vida cotidiana y lo que ahora era la guerra. En todo el país, las reglas estaban cambiando. Cosas que solían considerarse seguras y estáticas se habían vuelto peligrosas y fluidas. Harry Potter estaba solo una vez más, y Severus Snape había sido arrojado de nuevo al ruedo y obligado a tomar el papel de espía de nuevo. Dumbledore también encontró su escuela comprometida una y otra vez a medida que los padres perdían la confianza en su capacidad para mantener a salvo a sus hijos.


Sí, fue la batalla en el Departamento de Misterios la que marcó el comienzo del fin, por así decirlo.


El verano tras el episodio ocurrido en el Ministerio de Magia, la Sede de la Orden del Fénix se había convertido en un auténtico hervidero de actividad. Sin embargo, por la noche, cuando todos se marchaban o se retiraban a sus respectivas habitaciones, la casa se sumía en un inmenso silencio.


Ese era el momento en el que Harry intentaba dormir, algo que todos los demás parecían hacer con facilidad, pero era incapaz de mantener los ojos cerrados. Permanecía allí durante horas, en la oscuridad polvorienta del Número Doce, pero cada vez que sus ojos se cerraban, escuchaba un sonido, o imaginaba oírlo, o recordaba alguno, y los abría de golpe, con el corazón martilleando en su pecho.



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Harry se dio la vuelta y presionó su rostro contra la almohada, pero todo lo que logró fue asfixiarse a medias. Con un gruñido de frustración, volvió a girarse, enredando los pies en las sábanas. Luchó contra ellas por un momento, pero se congeló cuando Ron se giró y murmuró en la cama de al lado. No era justo. Su insomnio no debería afectar el sueño de Ron.


Se levantó.


Fuera de su habitación, los pasillos estaban sumidos en la oscuridad. «Todos están dormidos», pensó Harry con un toque de amargura. Todos menos él. ¿Y qué podía hacer para lograrlo?


Bajó sigilosamente las escaleras, pisando tan ligeramente como le fue posible los viejos escalones para evitar cualquier crujido que, en un silencio tal, seguramente despertaría a la Sra. Black que dormitaba en su lienzo colocado en la entrada. Un "Lumus" le habría ayudado, pensó tardíamente mientras se movía por la casa sin un destino real en mente. Pero se suponía que no debía usar magia y, de todas formas, había dejado su varita al lado de su cama. El mero pensamiento de su mano vacía hizo que su pulso se acelerara por un instante, una reacción que se había vuelto casi automática cada vez que se encontraba desarmado. «Estúpido», pensó. ¿Realmente esperaba ser emboscado, en plena noche, en la cocina de la sede de la Orden del Fénix?


«Sí», se respondió a sí mismo mientras deambulaba hacia la sala de estar, casi golpeándose la espinilla en el borde de una mesa de café. «Espero ser emboscado en cualquier lugar».


Una cosa que Harry nunca había aprendido en las clases de Historia de la Magia en Hogwarts (una cosa más entre el gran volumen de cosas que no había logrado aprender del difunto profesor Binns) era lo que realmente significaba la guerra para quienes combatían en ella. A pesar de las interminables horas que Binns pasó narrando las Rebeliones de los duendes, las constantes guerras entre tribus de gigantes y el resto de la sangrienta historia de los magos, nunca insinuó, ni una sola vez, cómo se sentía estar en medio de una batalla. Luchar, matar y morir. La sangre retumbando en los oídos mientras corrías, cargabas o gritabas en represalia; la forma en que el miedo impregnaba cada hilo de la vida hasta dejaba de ser miedo y se convertía en vigilancia constante. La forma en que a veces tu cuerpo elegía por ti si peleabas o huías. El terrible choque de adrenalina cuando la pelea terminaba, dejándote temblando y con sudores fríos. Ahora que se paraba a analizarlo, se dio cuenta de que la sensación era la misma que al despertar de una pesadilla. Solo que, en la guerra, la pesadilla era real, y no terminaba, solo se pausaba. ¿Y quién sabía cuánto duraba el respiro?

Pacificar Parte 1: DestrucciónWhere stories live. Discover now