Mientras jugaba con la corcholata y me encajaba sus vértices en la yema del pulgar, pensé que al menos era una bocanada de aire fresco el hecho de que te presentaras así: bajo la mirada de las personas que ahora llamaba mis amigos, en el escrutinio de un desfile de la vergüenza. Ni siquiera las luces estrambóticas, la música alta o el humo disperso en la oscuridad podía ayudarte a disimular eso. Casi creí escuchar el eco de tus zapatos en el piso de madera. Aunque hubiera preferido que fuese durante el día, quizá eso me habría ayudado a convencerme de que eras más humano, como el resto de nosotros, no una aparición diabólica a media madrugada salida de quién sabe cuál círculo del infierno o por cuál de todos mis pecados.

Quizá por mi tibieza y mi negativa a salir a la superficie o tocar bien el fondo, limitado siempre a breves caricias del suelo rocoso y las brisas de verano. O mi lujuria, que no empezó contigo, pero no tuvo marcha atrás desde la primera vez que te dejé cogerme y en ese momento todo se fue en picada. Por desear siempre más y tener tanto miedo a perder lo poco que mis manos pueden apretar. Aunque tal vez fuera por mi ira, por la violencia que guardo en el pecho y en los dedos, esperando que alguien llegue y no me haga soltarla, sino que la desate.

A veces lo pienso, Damián, y es un desastre. Eso de saber que no hay forma de que alguien como yo se gane el cielo, quiero decir. Lo tenía perdido mucho antes de que todo esto sucediera, cosas del destino, supongo. Y así también debe ser algo divino el hecho de que se me nieguen las puertas por esas transgresiones tan soporíferas: ira, lujuria, violencia, avaricia, tibieza. Pecador de tercera. Mientras que tú, siempre sonriendo por encima del hombro, observando desde tu trono a kilómetros de altura, estás condenado por alta traición. ¿Se siente mejor tener claro que al menos te ganaste a pulso tu lugar en el fuego? ¿Que lo disfrutaste? Me gustaría saber si con esa claridad quedan espacios para arrepentimientos o aprendes a aceptar tu destino.

Por estos días, mi única certeza sacra es que por ti se va a la ciudad del llanto y solo por ti se va al eterno dolor. Las caras hermosas, como la tuya, son las únicas puertas al infierno que conozco.

Antes de que fuera capaz de trazar un plan que me sacara de esa situación, Verónica me apretó el muslo con los dedos y después me enterró las uñas en la carne, a través de la mezclilla. Era la señal de que mi tiempo de reacción se había agotado y ahora tendría que improvisar, porque estabas acercándote.

Lo mejor que pude hacer fue seguir así: con la cabeza abajo, no como derrota, sino como mi forma de decir "no me podría importar menos si te mueres en este momento". Las cartas de la crueldad que tú mismo me enseñaste a jugar eran ahora las únicas que tenía sobre la mesa y mejor valía que resolviera cómo usarlas, a sabiendas de que cabían amplias posibilidades de que tú tuvieras en tu mano un juego más bien parecido a una flor imperial, y no mi par de tres.

Me resultó una eternidad la dilación entre el silencio y lo que tardaste en emitir la primera palabra, lo que llevó a que se me encendiera el rostro. Tu reticencia a decir algo no era tanto así producto de la indecisión como del sadismo: estabas convencido de que sería yo quien hablara primero, quien te perseguiría. Me subió la bilis a la garganta junto con las ganas de vomitar, aunque no sin un regusto amargo de victoria. Aún pese a lo de la noche anterior en el baño, seguías siendo tú el que se aparecía por La Capilla sin excusas y avanzaba todo el salón bajo el silencio sepulcral de las miradas expectantes. Fuiste quien creyó que algo pasaría y no fue así. No tienes que decirme a qué sabe la decepción.

Preguntaste si tenía un momento, y yo fingí que no te escuché. Probaste de nuevo, esta vez llamándome por mi nombre.

—Claramente no se ve que tenga ganas de hablar contigo —dijo Vero, echándome bajo su ala en un segundo—, no sé si no te das cuenta por miope o por pendejo.

Toda esta oscuridadWhere stories live. Discover now