A veces olvido que sigo estando de pie en ese espacio infinito, oscuro y frío. Llega ella a recordármelo con un grito que se convierte en risa, que se convierte en llanto. Llama mi nombre, que es el mismo suyo, una y otra vez, hasta que su voz se apaga o se ve opacada por el ruido de afuera, del mundo de arriba, del mundo al que nunca perteneceré. A veces me veo cayendo por esa cumbre empinada hacia el vacío, persiguiendo aquella voz. No hay nada a qué aferrarse, solo arena que se desliza conmigo en una duna dentro de un cristal que contiene el tiempo. La arena cae, no se detiene y yo me quedó allí, tendida, mirando hacia un cielo que se ha tornado oscuro. Sigue siendo un espacio grande, pero la soledad me palpa el rostro como el viento. No hay sentimiento que describa estar libre en ese lugar desolado. Entonces sigo la voz que grita mi nombre, siguiendo los pasos que yo misma he dejado antes. No hay camino, no hay destino. Quisiera que la arena dejara de deslizarse, de llevarme cada vez más abajo. Sería más fácil si no escuchara esa voz, si tan solo pudiera sacarla de allí o escapar a un lugar donde ya no pueda sentir.
