Capítulo 1- La Jurisdicción de los Mineros

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El tiempo en la Jurisdicción de los mineros de nuestro planeta, Orkham, era como un viajero perdido en el desierto, destinado a andar en círculos y sin posibilidad de cambiar su destino. Los habitantes de esa tierra cubierta de carbón, en la que apenas crecía algo vivo, cumplían día tras día el rol para el que habían nacido como esclavos, con el cansancio incrustado en los huesos y el cerebro vacío de preguntas.

Yo fui una de ellos: después de cumplir los doce años iba a pasar el resto de mi vida varios metros bajo tierra, arrancándole a las rocas el carbón que usaban los del Aire, seres que vivían más allá de las nubes plomizas que nos cubrían, en ciudades que alguna vez estuvieron sobre la Tierra y luego se fueron flotando, como por milagro. Nuestra imaginación no alcanzaba para hacernos una imagen de lo que relataban nuestros mayores, cuentos que habían oído de sus ancestros: torres blancas de alturas imposibles, jardines colgantes llenos de flores, y toda la comida que se podía imaginar. Nosotros, que no teníamos la fuerza extraordinaria de los del Aire ni sus alas, éramos «los de la Tierra»; anclados al suelo, sobrevivíamos apenas, con el único propósito de servirlos.

Mi niñez fue como la de todos los de la Jurisdicción de los Mineros: apenas aprendí a caminar, Ekhab, mi hermano mayor, que quedó postrado cuando una roca de la mina le cayó sobre un pie, pero que en ese entonces aún estaba sano, me instruyó en el arte de la cacería con una resortera y piedras, en la que me hice experta: atrapaba serpientes, lagartijas, ratas; todo servía para poner en una olla y hacer, junto con algunas verduras silvestres, una sopa para la familia.

A veces veíamos bajar desde las nubes alguna de aquellas criaturas tan soberbias como hermosas: los Supervisores, únicos seres del Aire que tenían autorización para mezclarse entre nosotros. Llegaban impecables, vestidos de blanco, con sus alas de plata extendidas y su actitud de dioses; observaban con desagrado sus zapatos, que se manchaban con el talco negro que cubría las resecas callejas de nuestro pueblo. Venían a ver cuánto carbón habíamos recolectado para ellos, y si no era suficiente también se llevaban la pequeña parte que nos correspondía según un antiguo decreto que nadie sabía cuándo ni quién había firmado, un regalo generoso -según ellos- que nos alcanzaba apenas para cocinar y hacer algún trueque con los habitantes de las jurisdicciones vecinas: las de la Madera, de la Lana o de los Agricultores, habitantes de la Tierra tan miserables como nosotros a pesar de que vivían en lugares más agradables: la mayor parte de lo que producían también se la llevaban los del Aire. A los que nos había tocado por nacimiento la peor de las jurisdicciones, dormíamos apretados de a dos en cada cama para no morir congelados, y el suelo apenas nos daba algo comestible.

Un día caminaba por la orilla de un monte bastante alejado del pueblo minero y fuera de mi jurisdicción, lugar prohibido para mí, pero que era un buen sitio para cazar. Regresaba a casa, feliz porque había logrado atrapar un conejo pequeño y flaco, manjar casi imposible de encontrar en esos tiempos. A la salida del monte me topé con uno de los Supervisores que, concentrado, se había recostado contra el tronco de un árbol y movía los dedos sobre una pequeña caja de cristal con luces de colores, misterioso objeto que todos ellos tenían. «No me vio», pensé, y traté de dar unos pasos hacia atrás hasta esconderme entre unos pastizales, pero él levantó la vista y se quedó mirándome:

—¿Qué haces aquí? —me dijo con desagrado, y luego guardó el objeto de cristal, para enfrentarme—. ¿Por qué no estás trabajando? ¡Voy a reportarte con mis superiores!

Como todos los de la Tierra, yo tenía desde mi nacimiento un chip insertado bajo la piel del brazo, que los seres del Aire utilizaban para reconocernos. Lo extendí hacia él y le respondí:

—No estoy haciendo nada malo. Aún no tengo edad para trabajar.

Me miró con asombro, como si no pudiera creer mi atrevimiento de verlo a los ojos y hablarle. Sacó el aparato de cristal y lo puso sobre mi chip, y después me atrapó con un movimiento brusco y alzó vuelo. La presa que iba a ser la comida de mi familia se me cayó de las manos:

Alas de carbón #ONC2024Where stories live. Discover now