7: Disfrutar, reír y sobrevivir.

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La primera vez que supe que Iván sería un modelo a seguir y un hermano mayor para mí fue cuando murió nuestro abuelo.

Todavía no vivíamos en la misma ciudad, teníamos siete y doce años. Nos veíamos en juntas familiares y algunas vacaciones. Antes de aquella tarde tan gris, mis recuerdos con él eran pocos, pero bonitos: juegos, risas, peleas inocentes como la tendría cualquier primo... En ese entonces, mis hermanos no existían, así que éramos los únicos jóvenes de las juntas familiares.

Entender la muerte por medio de experimentar sus efectos fue duro. Mi abuelo era muy dulce, y fue fundamental para mi crianza, y de repente ya no estaba por ningún lado, de repente todos estaban llorando, y de repente yo estaba recibiendo uno de los tantos golpes que puede darte la vida en cualquier momento y sin aviso alguno.

Todos estaban en una horrible y fría sala con sillas y una cosa de madera que contenía el cuerpo de mi abuelo. Nunca lo vi, como si fuese un pecado mirar un cadáver. Lo que sí vi fue a mi familia, a los adultos, pasar, observarlo y llorar frente a este. Era tan agobiante que me escapé de la sala y caminé hacia el área de pasto verde del cementerio, con cuadrados de piedra que rezaban muchos nombres. A la distancia recuerdo haber visto a algunos hombres preparando un nuevo lugar, ahí se iría mi abuelo, o eso asumí por el contexto.

No me fui muy lejos, yo sabía que no debía hacerlo. «Si caminas lejos de nosotros...» decía mi madre cada que salíamos «solo puedes hacerlo hasta donde te veamos». La sala estaba a pocas decenas de metros, estaría bien.

Me distraje leyendo los nombres, porque cuando una aun no era tan rápida leyendo cualquier oportunidad era buena para practicar, hasta una tan deprimente.

—Mariela Gui... Quijote... —murmuré, con la brisa y el olor a flores chocando contra mi cara—. Jamás olivaremos... olvidaremos tu sonrisa —esa tal Mariela debía de ser bastante querida, pues su último año de vida había pasado antes de mi nacimiento y las flores a un lado de la piedra estaban frescas.

—Te fuiste muy lejos, Alexandra. No hagas eso cuando no te están vigilando —me regañó Iván, acercándose—. ¿Qué haces aquí?

—Estaba leyendo los nombres de la gente —le respondí—. No me gusta estar allá.

—Está bien, a mí tampoco. Leamos juntos.

Ningún discurso sobre el ciclo de la vida haría que una niña de siete años pudiese comprender sus sentimientos respecto a la partida de su abuelo. Había llorado al enterarme, luego no hubo una sola lagrima hasta que tres días después vi su foto en la sala de la casa, pero ahí estaba Iván, acompañándome a distraerme del ambiente lúgubre que había en el velatorio de nuestro abuelo. Él tampoco parecía saber muy bien qué hacer en situaciones así, así que nos servía a ambos.

Cuando mi tía nos llamó para volver con ellos, ya que se llevarían al abuelo a su lugar de descanso, él me tomó de la mano y no la soltó hasta que toda la ceremonia acabó y cada familia se fue por su lado como pudo. Mi madre y mi tía se quedaron con su lado de la familia, Iván se fue con su padre y yo me fui con el mío a casa.

De ahí en más, Iván se volvió especial en mi vida.

—Intenté tomar café sin azúcar, como Philip me recomendó —me cuenta él, sentado frente a mí en la cafetería que escogimos. Nos tomamos una mesa de la terraza del segundo piso, así que la brisa nos viene de maravilla—. Fue imposible, no sé cómo lo hace —paso siguiente, toma un sorbo de su vaso con cappuccino.

Nunca consideré que Iván pudiese ser atractivo hasta que una vez fue a buscarme a la escuela y mis amigas pusieron cara de haber visto a un ángel. A día de hoy sigo pensando que eran las hormonas avecinándose, o el efecto de ver a un chico un poco mayor con un rostro decente. A los dieciséis, Iván tenía frenos, el cabello con rulos nada definidos que más bien parecían un montón de mechones ubicados de forma arbitraria en su cabeza, un par de granos en cada mejilla y una barba de chivo incompleta.

Esas canciones que nunca te mostréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora