tres

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Dejar a Martin había sido lo más difícil que había hecho nunca. Más que despedirse de su familia. Más que decir adiós a sus amigos con la promesa de que se llamarían una vez por semana, ambas partes sabiendo que a la larga sería mentira. Más que abandonar el sitio donde había pasado tres años, donde había construido una vida.
Martin había estado reflejado en cada detalle que dejó atrás: en su madre preguntándole qué iba a ser de ellos; en cada amigo que apoyaba su relación; en cada aula compartida, cada partitura estudiada juntos; en Noemí siempre dándoles los duetos en las canciones, porque era consciente de que eran su cosa favorita.
Habían pasado dos años siendo Martin y Juanjo. Habían pasado sólo dos años y ese tiempo había bastado para que Juanjo se viese incapaz de funcionar de forma independiente al llegar a Viena. Incapaz de empezar su día sin un mensaje de buenos días, acabarlo sin un mensaje de buenas noches. Llegar a la que era su nueva orquesta a sabiendas de que nadie lo estaría esperando con un café y con los ojos brillantes, porque nadie sabía que lo tomaba con leche y tres cucharadas de azúcar, igual que nadie sabía que su mal despertar le hacía no querer desayunar en casa nada más levantarse.

El primer mes que había pasado en Viena había sido sin duda el peor de su vida. Y si existía un culpable, este tenía nombre y apellidos: Martin Urrutia.
Juanjo se había sentido engañado. Sin entender cómo había podido malgastar dos años con alguien tan egoísta, alguien que sólo miraba por sí mismo y que había preferido tirar por la borda todo lo que tenían antes que buscar una solución. Había borrado cualquier rastro de esa última conversación de su mente. Se había prometido que nunca echaría la vista atrás, recordando lo que dijeron, consciente de que tenía memorizada cada una de las palabras que lo estuvieron despertando por las noches durante meses. Martin para él había dejado de existir hacía años, pero podía verlo ahí, tan al alcance de su mano, a escasos metros. Si se giraba en medio de la explicación de Noemí podía verlo, sumido en sus pensamientos, porque estaba convencido de que si le preguntase de qué hablaba la directora, él no tendría ni idea. Años atrás se pasaba las explicaciones dibujando en su cuaderno, dibujando corazones en la mano de Juanjo o escribiendo su nombre en la mano de Bea. Si buscaba en sus partituras viejas seguro que podría encontrar alguna frase escrita en euskera por el otro. Se recordó a sí mismo que el Martin que había conocido años atrás no tenía nada que ver con este. Ni siquiera con el Martin del que creyó haberse enamorado. La imagen que tenía de él era totalmente diferente a la que luego acabó siendo, y Juanjo no tenía la culpa de nada.

Intentó devolver su atención a Noemí, mirar cómo se movía por el espacio explicando la importancia de dar un buen concierto, de impresionar, de dejar a la orquesta con un buen renombre para la posteridad. Dijo lo mismo que solía decir en el pasado: que si tenían el privilegio de estar sentados en una de esas sillas rebosaban talento, que no debían dudar de su capacidad nunca, que las dudas se quedaban en casa. A la orquesta se iba a pelear, a demostrar lo que cada uno valía, a no conformarse. La piel de Juanjo se erizó ante la mención del solo de piano, ante la posibilidad de poder lucirse con un instrumento que no era el suyo habitual, el poder probar cosas nuevas y tener la libertad de atreverse, el lujo de equivocarse. Supo que iba a luchar por ese solo, aunque sólo fuese por ambición, por ponerse una meta personal. Tantos años haciendo lo mismo, acatando órdenes y sin la posibilidad de destacar sobre el resto porque ya no quedaban escalones que subir habían hecho que se olvidase de lo bien que le sentaba competir.
Miró sonriente a Bea.

–Ese solo va a ser mío.– Su amiga bajó la mirada, Juanjo frunció el ceño.

–Hay mucha gente que lo quiere.– Susurró Bea de vuelta.

Le dio a entender que a lo mejor lo quería ella, que toda la orquesta estaría peleando por lo mismo, y eso sólo hizo que aumentase su deseo. La competencia sana y el juego no podían hacer mal a nadie y, ahora que estaba de vuelta, no tenía pensado quedarse en la sombra. Quería volver a ser el Juanjo de antes, el Juanjo con quienes todos contaban cuando necesitaban algo, el Juanjo a quien Noemí acudía primero, aunque él siempre compartiese las noticias con alguien más. Negó con la cabeza al darse cuenta del rumbo que estaban volviendo a tomar sus pensamientos. Tenía que parar. Iba a parar. Ya no tenía diecinueve años. Todo había cambiado y era más que evidente.
Noemí seguía su verborrea, ahora dando detalles sobre dónde debían recoger las partituras, el tiempo que tendrían para inscribirse al viaje, dejando claro que no podrían participar en la función de fin de curso si no cumplían con los plazos de cada trámite. Los murmullos emocionados se escuchaban cada vez que Noemí hacía mención de Nueva York, hacía mención de Justin Hurwitz estando entre el público de las cinco mil butacas del Radio Music Hall, o de la semana que la orquesta pasaría conviviendo en el mismo hotel y yendo a ensayar. Juanjo vio a Álvaro apretar el brazo de Bea por el rabillo del ojo, su amiga devolviéndole la sonrisa al chico y susurrándole algo que le provocó una carcajada. Le fue imposible el no sentir un ligero pinchazo en el pecho. Un sentimiento desagradable. Había perdido tanto con todos los que estaban allí que por mucho que lo siguieran apreciando, ya nada era igual. No se arrepentía de haberse ido, le seguía pareciendo la mejor decisión que había tomado nunca, pero le era inevitable sentirse un poco solo.

anatomy of a fall - juantinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora