19. Baldazo de agua

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—¡Te voy a matar!!! —grité cuando las gotas heladas cayeron sobre mí.

—¡Yo también te quiero! —respondió Daniela. Acto seguido, salió y cerró la puerta.

El peso de la prenda mojada me echaba cuesta abajo. Me la quité y tiré a un costado, prometiendo lavarla a mano después de días usándola sin cesar. Regulé la temperatura del agua y me dejé absorber por el calor abrasador de la lluvia que caía sobre mí. La piel se fue enrojeciendo poco a poco, mas no le presté atención hasta que me terminé de bañar y me posicioné frente al espejo. Allí pude contemplar las manchas coloradas contrastándose con la palidez generada por la falta de sueño y buena alimentación.

Así, como un auténtico baldazo de agua, me di cuenta que esto no podía seguir así. Mi yo del pasado, la misma que trabajó duro para convertirse en una persona segura de sí misma, estaría muy decepcionada si me estuviera viendo en ese momento.

Fue así que, al día siguiente, decidí retomar el gimnasio. Necesitaba liberar una buena dosis de dopamina, serotonina, endorfina y cualquier otra "hormona de la felicidad" terminada con el sufijo -ina.

—¡Oh, Caeli! Hace mucho que no te veo por aquí. —La entrenadora de turno me recibió con una amplia sonrisa.

—Hola, Amanda —la saludé, aunque con menos entusiasmo que ella.

—Oye, se te ve agotada. ¿Estás segura que quieres entrenar hoy?

—Sí, absolutamente. Fueron días difíciles, y un poco de ejercicio hará la diferencia.

—De acuerdo. Confío en ti para detenerte de inmediato ante el mínimo síntoma de fatiga. Estaré pendiente a cada uno de tus movimientos.

Le dediqué media sonrisa a modo de agradecimiento y me dirigí a la cinta para comenzar a precalentar. En la máquina contigua había un muchacho trotando, completamente sumergido en la ruidosa música que chillaba desde sus audífonos. Espié de reojo la lista de reproducción reflejada en su móvil, pero él la quitó de mi vista y reprochó:

—¿Qué miras?

—Disculpa —murmuré, avergonzada, y seguí la caminata sin despegar la mirada de la pared.

Suspiré al recordar que Emmett y yo nos habíamos conocido en circunstancias similares. Solo una persona como él podría tomárselo con humor.

Terminé el precalentamiento y me dirigí al fondo de la sala para estar apartada del resto. Tomé una colchoneta y aterricé sobre ella con pesadez. Estuve a punto de colocarme los audífonos y aislarme del mundo cuando, de repente, una sombra se elevó sobre mí.

—Qué gusto que hayas vuelto —me dijo el hombre parado enfrente mío. Tardé en reconocerlo: era el mismo que, meses atrás, me había intentado coquetear de manera insistente y abrumadora.

Le lancé un "hola" a secas y comencé a scrollear por mi móvil para que entendiera que la conversación no iba a escalar, pero él no cazó la indirecta. Por lo contrario, se puso de cuclillas a una intimidante distancia de diez centímetros.

—¿Qué te toca hacer ahora? —preguntó.

—Abdominales. Con permiso. —Agité mi mano a un costado para pedirle que se apartara. Lo hizo en un principio, pero cuando me acosté e inicié la primera serie, volvió a arrimarse y me tocó las rodillas que tenía doblegadas.

—¿Qué haces? —cuestioné cuando incorporé mi dorso para hacer la primera flexión.

—Asegurándome de que mantengas una buena postura. Un pequeño mal movimiento puede dañarte la espalda, ¿sabías?

Las chances de estar contigo [EN LIBRERÍAS]Where stories live. Discover now