julio 2013

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Hace veintitrés minutos que Violeta se debate entre abrir la puerta o quedarse a vivir en el rellano.
Sus dedos bailan entre las costuras rotas de su vestido de flores, o lo que queda de él, mientras se muerde con fuerza la lengua para dejar de llorar. Me mata, hoy es el día que mi madre me mata.

Hace diez horas que Violeta salió corriendo del abrazo sobreprotector de su madre, de esas manos grandes y frías que la retienen siempre a su lado, que le exigen estabilidad y rectitud.
La familia Hódar lleva tan sólo siete días en Ciutadella en un intento de vacaciones familiares, pero los minutos se atascan en la garganta de la niña, pesados y lentos, forzada a permanecer siempre a la vera de sus padres, dócil como la sal de la playa.

Pero Violeta tiene doce años y los ojos brillantes. Hace diez horas su mirada recorría el sórdido apartamento en silencio, sintiéndose abrumada por su soledad y preguntándose porqué sus padres la trajeron al mundo, de lo empeñados que están en matarla de aburrimiento. Con el solazo que hace y yo aquí, encerrada.
Ya está harta, de las clases de francés y de los campeonatos de tenis de su padre postizo. Harta de los vestidos blancos y limpios y de la falsa modestia de su madre.

Y es que Violeta quiere ser como Azul. La ha bautizado así por el color de su bañador, que parece ser siempre el mismo, pero en realidad no la conoce. Tiene la sonrisa de una rodaja de sandía. La ha visto por el balcón durante días junto al mismo grupo de niños, con su piel morena y la cara salpicada de pecas, riéndose de sus rodillas rojas al caer, gritando palabras banales que se cuelan en el apartamento entre las cortinas; y ya no aguanta más. Ella también quiere tener la piel morena y las mejillas vivas.

Así que toma una decisión. Se quita los zapatos, ruidosos, y camina con el corazón en la boca del estómago, amenazando con delatarla si se despista.

- Violeta, ¿dónde te crees que vas?

Pero Violeta ya ha salido por la puerta y se dirige a la plaza, corriendo, riendo. Me han crecido los pulmones cuatro tallas. Pisa las piedras de esas calles angostas, que se le clavan en sus pies descalzos y disfruta de ese pequeño dolor, sintiéndose libre y fuerte y arrastra sus dedos por las ventanas verdes de las casas.

Justo antes de llegar a la plaza de los niños escucha una voz a su espalda.

- ¡Violeta, vuelve aquí!

Hasta aquí hemos llegado. La niña se resigna y disfruta de los últimos segundos de libertad que le quedan, absorta en las grietas de las paredes y en el ulular de los pájaros. Pero no es la mano de su madre quien la coge, sino una más pequeña, menos dura. El azul del bañador inunda las pupilas de Violeta y se abraza a esa brizna de rebeldía que encuentra entre los mechones despeinados de Azul, que la mira con curiosidad.

- Tu vius allà a dalt, oi? Fa dies que et veiem al balcó i no sabíem perquè no baixaves a jugar. Vas descalça?

Violeta sonríe. Hay soles en su bañador. No ha entendido nada, pero la melodía infantil de la voz de la niña la devuelve a días felices, cuando su familia aún vivía en humildes condiciones, mas no faltaba nunca una carcajada y el amor saciaba cualquier penuria. Desde la llegada de Carlos, la nueva pareja de su madre, el silencio ha sustituido cualquier deje de quien en algún momento fue, demasiado preocupada en el qué dirán, en encajar en un mundo que no le corresponde.

Ojalá quedarme con su sonrisa de sandía. Violeta cierra los ojos a medida que el taconeo severo de su madre se dispara en sus oídos, intentando mantener por más tiempo esa burbuja de felicidad que la otra chica le ha generado, sabiendo muy bien que iba a explotar si no este segundo, el siguiente.

todo - kiviWhere stories live. Discover now