Capítulo 23: La libertad del silencio

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Cuando se dirige hasta los aposentos que le son destinados a Jin Guangyao durante su visita a la fortaleza del norte, se convence que no tiene arrepentimientos. Lo único que puede hacer es despedirse. Nunca ha sido un hombre libre. La peonia en su hombro siempre estuvo lista para reclamarlo de vuelta. Había comprado el sueño efímero de la libertad dejando que el látigo besara su piel, convenciendo al rey de reyes de que su plan funcionaría. Nadie sospecharía de un antiguo esclavo caído en desgracia.

Xue Yang entonces no fue honesto consigo mismo. Quería probarlo. Oler la libertad, aferrarla con la mano, aunque fuese sólo un sueño.

Si piensa en el pasado, piensa en los grilletes que le pusieron la primera vez que lo encadenaron. Grilletes pequeños, para sus muñecas de niño. No tenía ni diez años, todavía no conocía el mundo. Y los esclavistas tenían grilletes para los niños.

Recuerda su furia infantil, la fuerza con la que intentó escapar hasta que le destrozaron un dedo. Los golpes en su cuerpo, la risa de los esclavistas al burlarse. «Será bueno», dijeron, «aun es joven, pronto olvidará la libertad». Pusieron un collar de hierro en su cuello y lo vendieron como se vende el ganado, como se venden vasijas. Todo aquello fue una pesadilla de la que Xue Yang sólo recuerda fragmentos.

Pero tuvieron razón. Olvidó rápido la libertad. Era un niño.

Y ellos tenían grilletes hechos a su medida.

Nunca fantaseo con escapar. Es el esclavo del rey de reyes. Cuando la gente habla de él, nadie dice su nombre. Hablan de un hombre vestido de negro que acompaña a Jin Guangyao allá a donde va. Todos son capaces de evocar su figura. Allá a donde fuera, el rey de reyes siempre tendría ojos para recuperarlo; la influencia de sus dedos alcanza todo el desierto. Los grilletes siempre han estado esperándolo de vuelta.

Los soldados del rey de reyes lo reconocen.

Jin Guangyao sonríe al verlo.

—Chengmei —dice, con una sonrisa de lado—, haz vuelto.

Lo dice con la voz tramposa del amo que implica que alguna vez tuvo una elección. La peonia marcada a fuego en uno de sus hombros arde. Los esclavistas tenían razón. Olvidó el sabor de la libertad y, quizá, si nunca hubiera deseado volver a sentirla, no tendría su corazón atravesado por el general del norte y el príncipe de la montaña.

Ah, Xiao Xingchen. Song Zichen. No me arrepiento de nada.

—Lianfang-zun.

***

Xue Yang no está acostumbrado a suplicar a los amos. No lo hizo cuando Wen Chao ordenó que lo castigaran la primera vez y el látigo besó su piel. No lo hizo cuando Wen Rouhan le dijo que se arrepentiría de sus silencios. No lo hizo cuando los vencedores de la Campaña para Derribar el Sol se repartieron a los esclavos de los Wen de Qishan mientras insistían que los cuenteros narraran su heroísmo. Qué cuenten cómo salvamos al mundo, dijeron, y pisotearon el emblema del sol, al mismo tiempo que jalaron sus cadenas y pusieron nuevas marcas sobre sus hombros. No suplicó en los calabozos de Jinlintai, mientras Jin Guangyao se erigía juez, verdugo y deidad. El silencio fue siempre su cómplice y lo dejó apilarse a sus pies, como una montaña.

Los amos le dejaron en claro que nada le pertenecía. No era suya la ropa que portaba, no eran suyos los zapatos, ni las espadas, no eran suyas sus victorias, ni los libros, ni los caracteres que le permitieron aprender a leer. No eran suyos sueños, ni sus anhelos, ni sus esperanzas. No tenía nada, porque tampoco eran suyas sus palabras.

Lo único a lo que Xue Yang se aferró fue a la crueldad del silencio. Esa nunca pudieron arrebatársela.

Sin embargo, ahora, después de asegurarle a Jin Guangyao que Song Zichen no esconde nada sobre Yiling que no sepan ya, inclina su cabeza al piso y, por primera vez, suplica.

Donde ni el pecado ni el perdón nos alcance [SongXueXiao]Where stories live. Discover now