𝐈𝐕. 𝐄𝐥 𝐂𝐚𝐥𝐝𝐞𝐫𝐨 𝐂𝐡𝐨𝐫𝐫𝐞𝐚𝐧𝐭𝐞

6 0 0
                                    

Harry y Bella tardaron varios días en acostumbrarse a su nueva libertad. Nunca se habían podido levantar a la hora que querían, ni comer lo que les gustaba. Podían ir donde les apeteciera, siempre y cuando estuviera en el callejón Diagon, y como esta calle larga y empedrada rebosaba de las tiendas de brujería más fascinantes del mundo, Harry y Bella no sentían ningún deseo de incumplir la palabra que le habían dado a Fudge ni de extraviarse por el mundo muggle.

Desayunaban por las mañanas en el Caldero Chorreante, donde disfrutaban viendo a los demás huéspedes: brujas pequeñas y graciosas que habían llegado del campo para pasar un día de compras; magos de aspecto venerable que discutían sobre el último artículo aparecido en la revista La transformación moderna; brujos de aspecto primitivo; enanitos escandalosos; y, en cierta ocasión, una bruja malvada con un pasamontañas de gruesa lana, que pidió un plato de hígado crudo.

Después del desayuno, Harry y Bella salían al patio de atrás, uno de los dos sacaba la varita mágica, golpeaba el tercer ladrillo de la izquierda por encima del cubo de la basura, y se quedaban esperando hasta que se abría en la pared el arco que daba al callejón Diagon.

Harry y Bella pasaban aquellos largos y soleados días explorando las tiendas y comiendo bajo sombrillas de brillantes colores en las terrazas de los cafés, donde los ocupantes de las otras mesas se enseñaban las compras que habían hecho («es un lunascopio, amigo mío, se acabó el andar con los mapas lunares, ¿te das cuenta?») o discutían sobre el caso de Sirius Black («yo no pienso dejar a ninguno de mis chicos que salga solo hasta que Sirius vuelva a Azkaban»). Harry y Bella ya no tenían que hacer los deberes bajo las mantas y a la luz de una vela; ahora podían sentarse, a plena luz del día, en la terraza de la Heladería Florean Fortescue, y terminar todos los trabajos con la ocasional ayuda del mismo Florean Fortescue, quien, además de saber mucho sobre la quema de brujas en los tiempos medievales, daba gratis a Harry y Bella, cada media hora, un helado de crema y otro de caramelo.

Después de llenar los monederos con galeones de oro, sickles de plata y knuts de bronce de su cámara acorazada en Gringotts, los hermanos necesitaron mucho dominio para no gastarlo todo enseguida. Tenían que recordarse que aún les quedaban cinco años en Hogwarts, e imaginarse pidiéndoles dinero a los Dursley para libros de hechizos. Para no caer en la tentación de comprarse un juego de gobstones de oro macizo (un juego mágico muy parecido a las canicas, en el que las bolas lanzan un líquido de olor repugnante a la cara del jugador que pierde un punto). También les tentaba una gran bola de cristal con una galaxia en miniatura dentro, que habría venido a significar que no tendrían que volver a recibir otra clase de astronomía. Pero lo que más a prueba puso la decisión de los hermanos apareció en su tienda favorita (Artículos de Calidad para el Juego del Quidditch) a la semana de llegar al Caldero Chorreante.

Luego de que Harry y Bella compraran una nueva escoba para Bella (una Cleansweep 7), no pudieron dejar de notar a una multitud en la tienda. Deseosos de enterarse de qué era lo que observaban, Harry y Bella se abrieron paso para entrar; apretujándose entre brujos y brujas emocionados, hasta que vieron, en un expositor; la escoba más impresionante que habían visto en su vida.

—Acaba de salir... prototipo... —le decía un brujo de mandíbula cuadrada a su acompañante.

—Es la escoba más rápida del mundo, ¿a que sí, papá? —gritó un muchacho más pequeño que ellos, que iba colgado del brazo de su padre.

El propietario de la tienda decía a la gente:

—¡La selección de Irlanda acaba de hacer un pedido de siete de estas maravillas! ¡Es la escoba favorita de los Mundiales!

III. El Prisionero de Azkaban | La Historia de los PotterWhere stories live. Discover now