Prólogo

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Uno tras otro, los silenciosos pasos de Jaebeom atravesaron la azotea del edificio. El viento intenso y algo caprichoso jugaba con su ropa oscura y con el papel que, tras ser cuidadosamente desdoblado, luchaba entre sus dedos por no salir volando.

—Las seis y cincuenta y dos —se dijo a sí mismo, desviando brevemente la mirada hacia el reloj que marcaba la hora en una torre cercana. El atardecer brillaba, casi cegador sobre las cristalinas fachadas de los edificios. A lo lejos, una bandada de pelícanos se retiraba hacia su refugio nocturno, aprovechando el sereno impulso de ese mismo viento que jugaba con los oscuros mechones de Jaebeom—, cincuenta y tres…

Un par de pasos más lo acercaron al borde de la azotea, donde una baranda no muy alta lo separaba del vacío. Muchos metros más abajo, tras los pisos de apartamentos, oficinas y negocios de dudosa objetividad, la calle se sentía serena. Apenas un par de personas deambulaban, siendo poco más que siluetas coloridas desde esa altura. Las mesas del café del primer piso también estaban vacías y lo único que parecía alegre era la brisa que lograba colarse entre los edificios y cargaba consigo las hojas del otoño. A esa hora, la pequeña ciudad era casi un silencio gigantesco, un atardecer brillante y sereno.

—Cuarenta y cuatro. Ya casi.

Jaebeom se apartó del borde y desvió su mirada hacia la puerta que comunicaba las escaleras del edificio con la azotea. Si su información no estaba errada –y nunca lo estaba— en unos pocos segundos esa puerta se abriría.

Una ambulancia chilló en la distancia y el viento pareció enfurecerse de repente para enseguida calmarse. La serenidad era delicada.

Justo a las seis pasado meridiano, cuarenta y cuatro minutos y cincuenta y siete segundos, la puerta de la azotea se abrió. Un gruñido oxidado partió de sus bisagras y el viento le arrancó un gemido al vacío interior del edificio. Allí, sujetando la pesada puerta abierta con algo de esfuerzo, un chico miraba hacia el mar que podía verse en la distancia. Una decisión le temblaba en los ojos.

Jaebeom volvió a mirar el papel que sostenía entre sus manos, revisando por el simple hecho de estar seguro.

Cabello castaño oscuro. Un metro setenta y cinco de estatura. Delgado. Un sweater gris que solo deja ver la punta de sus dedos y una hoja de cuaderno doblada en el bolsillo izquierdo de su pantalón.

Levantó la mirada entonces y confirmó cada detalle con un golpe de vista. Todo estaba en su lugar.

El papel se desintegró entre sus dedos, innecesario ahora que había cumplido con su cometido. Un rayo de sol atravesó las nubes distantes y el atardecer se volvió más cálido en ese momento. El chico le sonrió a ese pequeño suceso y, como si eso le hubiera dado el último impulso que necesitaba, cerró la puerta a sus espaldas, quedándose a solas en la azotea.

O al menos él creía estar a solas.

Jaebeom se mantuvo de pie cerca del borde, observando como el chico se acercaba a él sin verlo, apretando sus propios brazos en búsqueda de algo de calidez.

Las seis y cuarenta y siete.

Las manos delgadas y frágiles del chico se aferraron a la baranda y su vista se perdió por varios segundos en esa misma vista que Jaebeom había contemplado hacía unos momentos. Doce pisos lo separaban del oscuro concreto y no era difícil inferir que se estaba preguntando si serían suficientes.

Treinta y un segundos, treinta y dos, treinta y tres…

—Ahora… —murmuró para sí mismo y, llegado ese momento, el chico finalmente se percató de su presencia. Aun si él había estado allí incluso antes de que él abriera aquella puerta, fue como si hubiera aparecido por arte de algún evento inexplicable y azaroso.

Be Unhappy for MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora