MAMERCE (HASTA EL HASTÍO)

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Mamerce, apócope de María Mercedes, fue la persona más trastornada que Lázaro, su marido, jamás conoció. Al mes de contraer matrimonio comenzó a tener sueños raros sobre bebés deformes, sin brazos ni ojos. «¡Sácamelo! —gritaba—. ¡No lo quiero dentro de mí! ¡Sácamelo!». Los calmantes, por fortuna, le ayudaron. Sin embargo, al quedar embarazada enloqueció. Se volvió completamente loca. Loca como una cabra. Mamona, la hija, pasó sus primeros meses de nacida en el manicomio junto a ella.

Pobre, pobre Mamerce. Con ella debía andarse siempre con cuidado, tanteando, como cuando se camina por un campo minado o se come un pescado espinoso. A ratos parecía ser la persona más bella del mundo, atenta y amorosa, pero aquello duraba muy poco, era bipolar y, pues...

Un día Lázaro llegó del trabajo y la halló desnuda e inmóvil frente al espejo de la sala. Se miraba con detenimiento, como si no se hubiera visto en años. «¿Qué te pasa? —le preguntó—. ¿Que qué coño te pasa, mujer?». Mamerce entonces se giró, miró a su marido, y apretándose con rabia la carne de las piernas y los brazos, exclamó: «¡Me he convertido en mi madre. En la misma mierda!».

Pobre, pobre Mamerce. ¡Y pobre Lázaro! El hombre sabía cómo terminaría aquello, de modo que retrocedió lentamente hasta la puerta y huyó. Durante horas dio vueltas por las calles y avenidas de Coro en su Cadillac Miller-Meteor '59. Vueltas y vueltas y vueltas. Hasta que, harto, paró en la plaza Linares y se sentó en una de las bancas a ver cómo transcurría la siempre monótona y dura existencia.

Desde una banca cercana dos negras vestidas de lentejuelas, una sentada en las piernas de la otra, le miraban fijamente. Lázaro les sonrió y éstas le devolvieron el gesto. Quiso hablarles, preguntarles si aquel mes traía treinta o treinta y un días, pero se echaron a reír y prefirió callar.

De repente una de aquellas mujeres levantó un brazo y señaló algo detrás de él. Lázaro volteó y vio a un hombre vestido con camisa hawaiana y cadenas de oro encaramado en la copa de un árbol. El sujeto, aparentemente, no hacía nada, solo estaba allí, mirándolo.

Pero no fue eso lo que inquietó a Lázaro.

Le conocía.

Una semana antes, aquel mismo hombre se había presentado en la oficina de BanKoro, donde trabajaba, con la firme intención de matarlo. «¡Te has acostado con mi mujer!» le acusó, sacando un arma y apuntándole. Tras confesar el affaire —no tenía caso mentir con una pistola en la cabeza— Lázaro se alistó para lo peor. No obstante, contrario a lo que podría esperarse de un cornudo armado, el hombre rompió a llorar. «¡Bah, puedes quedártela! —exclamó, sollozante—. Ya las mujeres no me atraen. ¿Qué toca ahora?, ¿la mutilación genital? Lo único que deseo en esta vida es volver a sentir mariposas en el estómago, ilusionarme, amar como se debe, hasta el hastío».

A Lázaro aquellas sentidas palabras le hicieron pensar en su mujer, en Mamerce. Evocó aquellos años mozos cuando, enamorado y ocioso, se ocultaba en las jardineras de su casa para espiarla por la ventana de su habitación. Él la miraba y la miraba y juraba que si ella llegaba a convertirse en su esposa la amaría toda la vida. No importaba si un día dejaba de quererlo o comenzaba a tratarlo como a un perro, él la amaba, la amaba más que a nada en la tierra.

Por desgracia, como suele ocurrir al despertar de un sueño que ha sido particularmente placentero, la realidad le abofeteó. Mamerce se asomó a la ventana y lo descubrió con los pantalones abajo. Furiosísima, le escupió en la cara y enseguida le brotó a éste una infección espantosa que desintegró sus anteojos en segundos. Colérico, el hombre se abalanzó sobre ella y comenzó a ahorcarla. «¡Pégame, coño e' tu madre! —gritaba Mamerce—. ¡Pégame más fuerte!». Al final la mujer logró zafarse y escapó dando brincos como un gato por los tejados de la extinta zona colonial...

Koro y Otras PartesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora