Chapter »I«

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A principios de 1943, se apoderó de Berlín un miedo extraño.
Cuando el año anterior sonaron las sirenas antiaéreas, miré al cielo. No vi nada más que unas nubes altas que ondeaban por encima de mí como si
fueran las colas de unos corceles blancos. Las bombas de los Aliados
ocasionaron pocos daños, y los alemanes creímos que estábamos a salvo. Para finales de enero de 1943, mi padre ya sospechaba que aquel era el preludio a una intensa lluvia de destrucción.

-Ino, deberías irte de Berlín -me sugirió cuando comenzó el bombardeo.

- Es demasiado peligroso. Podrías ir a Berchtesgaden, a casa del
tío Jack. Allí estarías a salvo.

Mi madre estaba de acuerdo con él.

No quería saber nada de su plan porque, de niña, solo había visto a mis tíos una vez. Me parecía que el sur de Alemania estaba a miles de kilómetros.

Amaba Berlín y quería permanecer en el pequeño edificio de departamentos de Horst-Wessel-Stadt en el que vivíamos. Nuestra vida, así como todo lo que conocía, se limitaba a ese único piso. Quería normalidad; después de todo, la guerra iba bien.

Eso era lo que nos decía el Reich.
En la Stadt todo el mundo creía que bombardearían nuestro vecindario.
Había muchas industrias cerca, incluyendo la fábrica de frenos en la que trabajaba mi padre.

A las once de la mañana del 30 de enero, mientras Hermann Göring, el Reichsmarschall, daba un discurso por la radio, tuvo lugar un bombardeo de los Aliados. El segundo ocurrió ese mismo día, más tarde, mientras hablaba el Ministro de Propaganda, Joseph Goebbels. Los Aliados planearon sus ataques a la perfección.

Interrumpieron ambos discursos.

Mi padre seguía en el trabajo cuando sucedió el primero, pero ya estaba
en casa durante el segundo. Decidimos que nos reuniríamos en el sótano durante los ataques aéreos, junto con Frau Horst, que vivía en el último piso de nuestro edificio. En esos primeros días, no sabíamos la destrucción que podían causar los bombardeos de los Aliados, la terrible devastación que podía caer de los cielos en forma de sibilantes nubes negras de proyectiles.

Hitler dijo que el pueblo alemán sería protegido de tales horrores y nosotros le creímos. Incluso los muchachos a los que yo conocía y que peleaban en la Wehrmacht guardaban esa creencia en el fondo de su corazón. Una sensación de buena fortuna nos impulsaba hacia delante.

-Deberíamos irnos ya al sótano -le dije a mi madre cuando empezó el
segundo ataque. En las escaleras, le grité esas mismas palabras a Frau Horst, pero añadí-: ¡De prisa, de prisa!

La anciana asomó la cabeza por la puerta de su departamento.

-Necesitas ayudarme. No puedo darme prisa. Ya no soy tan joven como antes.

Subí corriendo las escaleras y la encontré sosteniendo una cajetilla de
cigarros y una botella de coñac. Se las quité de las manos y nos dirigimos
hacia abajo antes de que las bombas impactaran. Estábamos acostumbrados a los apagones.

Ningún bombardero podría ver que salía luz de nuestro sótano sin ventanas. La primera explosión pareció producirse lejos y no me
preocupé.

Frau Horst encendió un cigarro y le ofreció coñac a mi padre. Al parecer,
los cigarros y el licor eran las dos posesiones que deseaba llevarse a la tumba.

Sobre nosotros cayeron partículas de polvo. La viejecita señaló las vigas de
madera que estaban sobre nuestras cabezas y soltó:

-¡Malditos sean!

Mi padre asintió sin gran entusiasmo. La vieja caldera de carbón hacía
ruidos desde la esquina, pero era incapaz de disipar la corriente helada que recorría la habitación. Nuestro aliento congelado era visible bajo la áspera luz de una bombilla desnuda.

El Salva De HitlerWhere stories live. Discover now