capítulo 9

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DURANTE AÑOS, Hwang Hyunjin no pudo liberarse del recuerdo de aquel libro. O tal vez sería más acertado decir que nunca intentó liberarse de él. Consiguió de París no menos de cinco ejemplares en folio de la primera edición, y los mandó encuadernar en distintos colores para adecuarse a sus distintos estados de ánimo y a los cambiantes caprichos de una naturaleza sobre la que le parecía, a veces, haber perdido casi por completo el control. Raoul, el maravilloso joven parisino en el que tan extrañamente se mezclaban el temperamento romántico y el temperamento científico, se convirtió para él en una especie de modelo en el que se veía él mismo prefigurado. Y, ciertamente, todo el libro le parecía contener la historia de su propia vida, escrita antes de que él la hubiera vivido.

En un aspecto, era más afortunado que el fantástico héroe de Catulle Sarrazin. Él nunca conoció (nunca, ciertamente, tuvo razones para conocer) aquél más bien grotesco terror a los espejos, a las superficies metálicas pulidas, a las aguas quietas, que se apoderó de Raoul tan tempranamente en su vida y estuvo ocasionado por la repentina decadencia de una belleza que una vez, al parecer, había sido notable. Casi con cruel alegría (y tal vez en casi toda alegría, como sin duda ocurre en todo placer, la crueldad tenga sitio) solía leer la última parte del libro, con su en verdad trágica, si bien algo más enfatizada de lo necesario, crónica del dolor y la desesperación de alguien que ha perdido lo que más aprecia en otros y en el mundo.

Él, en cualquier caso, no tenía nada que temer. La belleza juvenil que tanto había fascinado a Christopher y a tantos otros parecía no abandonarlo nunca. Incluso aquellos que habían oído las cosas más terribles contra él (y, de cuando en cuando, extraños rumores acerca de su forma de vida se deslizaban por todo Londres, convirtiéndose en el tema de conversación de los clubs) no podían creer nada en su descrédito cuando lo veían. Siempre había conservado la apariencia de quien se ha mantenido intacto del mundo. Los hombres que hablaban de forma grosera callaban cuando Hwang Hyunjin entraba en la habitación. Había algo en la pureza de su rostro que era para ellos una especie de reproche. Su mera presencia parecía recordarles la inocencia que habían mancillado. Les asombraba que alguien tan encantador y agraciado como él no se hubiera manchado de una época que era al mismo tiempo sensual y sórdida.

Él mismo, al regresar a su casa de alguna de aquellas misteriosas y prolongadas ausencias que daban origen a tan extrañas conjeturas entre los que eran, o creían ser, sus amigos, subía las escaleras hasta la puerta cerrada, la abría con la llave que siempre llevaba consigo y permanecía, con un espejo, delante del retrato que le había pintado Christopher Bang, mirando ahora el malvado y envejecido rostro del lienzo, ahora el hermoso rostro joven que se burlaba de él desde el reluciente cristal. La misma brusquedad del contraste solía llenarlo de placer. Se iba enamorando cada vez más de su propia belleza e iba sintiendo cada vez mayor interés por la corrupción de su alma. Solía examinar con minucioso cuidado, y a menudo con monstruoso y terrible deleite, las espantosas líneas que marchitaban la arrugada frente o merodeaban alrededor de la boca gruesa y sensual, preguntándose a veces cuáles eran más horribles, si las señales del pecado o las señales del tiempo. Solía colocar sus blancas manos junto a las manos abotargadas del cuadro, y sonreía. Se burlaba de aquel cuerpo deformado y de sus miembros débiles.

Había momentos, desde luego, durante la noche, en que, yaciendo insomne en su alcoba delicadamente perfumada o en alguna sórdida habitación de la pequeña taberna de mala fama, cerca de los Docks, que frecuentaba bajo falso nombre y con disfraz, solía pensar en la ruina a la que había arrastrado su alma con una compasión que era aún más conmovedora por ser puramente egoísta. Pero los momentos como ése eran escasos. Aquella curiosidad por la vida que, muchos años antes, lord Changbin había despertado en él por vez primera mientras se hallaban juntos en el jardín de su amigo, parecía aumentar con su gratificación. Cuanto más sabía, más deseaba saber. Sus desesperadas ansias se hacían más voraces a medida que las alimentaba.

𝑩𝒍𝒐𝒐𝒅 & 𝑩𝒆𝒂𝒖𝒕𝒚 / ChanjinWhere stories live. Discover now